Abrazándote, siento las palpitaciones de tu corazón. Cada latido importa porque me dice que sigues conmigo. Me debato entre una tímida alegría y una profunda tristeza. Alegría, porque ese instinto espiritual llamado fe, necesita seguir confiando en que, contra todo pronóstico médico, un hálito divino animará los impulsos de tu alma y te devolverá la vitalidad que siempre te ha caracterizado. Tristeza porque, por más que lo intento, no puedo descifrar lo que me quieres decir. ¿Qué sientes? ¿Dónde te duele? ¿Cómo adivinar lo que deseas? No quiero que te vayas; no quiero que sufras. Dicen que debo pensar en ti y eso me sumerge en un insoportable dilema: cuidarte hasta tu último suspiro, aunque eso signifique atravesar el calvario de las culpas por tus mudos sufrimientos, o aceptar que puedo ofrecerte el alivio en el regazo del sueño eterno. No soy Dios para decretar tu destino. No estoy preparada para esto.
La noche es larga, Bellota, y ninguna de las dos puede
dormir. El silencio que nos abruma es interrumpido por el retumbar de los
fuegos artificiales. Nuestra familia celebra la llegada del Año Nuevo en otro hogar.
Preferí quedarme contigo porque intuyo que prefieres quedarte en cama y sé cómo
te afectan los truenos, los estallidos, los sonidos fuertes. Sin embargo, hoy
no sientes los que proclaman el fin del año y el arribo de uno nuevo.
Permaneces ajena a todo lo que te rodea, a excepción de mi compañía que parece
reconfortarte. Creo que eso es lo que me dicen tus ojos, antes de posar tu
cabeza sobre mi mano. Tu respiración, por momentos, se hace inestable. Me
asusto, hasta que la regularidad regresa. Son largas las horas que nos esperan.
¿Qué hacemos para cruzar la vigilia? ¿Te parece que te cuente, una vez más,
cómo llegaste a mí? ¿Sabes? No te lo he contado todo. Por eso, aprovecharé para
contarte algo más, hablar sobre lo que significas para mí, la felicidad que me
has proporcionado durante todo este tiempo y el recorrido que hice hasta encontrarnos.
Presta atención.
Mi infancia siempre estuvo rodeada de animales. En mi
casa, aquella del patio mágico, con sus granados y limoneros, las gallinas
gordas y bullangueras alegraban las mañanas a fuerza de cacareos; los perros
mansos y fieles seguían mis pasos, y los de mis hermanos, por aquellas calles
polvorientas cuando salíamos a jugar; el venado de ojos grandes y nariz húmeda,
regalo de mi abuelo, entraba sin pedir permiso a los gallineros, con el
involuntario propósito de alborotarlos. En la casa de mis abuelos, los gatos
callejeros iban a la cocina, seguros de que allí podían saciar su apetito; las
palomas paseaban sobre los tejados con su acostumbrado gorjeo; los morrocoyes,
ásperos y lentos, nada más escuchar mi voz, estiraban sus cabezas para
saludarme. En aquellos momentos no podía entender lo importantes que eran en mi
formación y crecimiento espiritual.
Como una pluma arrastrada por el viento, la infancia se
fue alejando para dar paso a la adolescencia, donde nunca me faltó la compañía
de un perrito o un gato callejero. Luego, sin darme cuenta, estos se fueron
despidiendo, mientras yo me iba quedando sin espacio para nuevos compañeros.
Los estudios y el trabajo llegaron para ocuparlo con la marea de las
responsabilidades. Vuelta una joven adulta, me dediqué a disfrutar de la vida, entre
romances y diversiones, con sus alegrías y decepciones. Los años fueron
deslizándose hasta que un día, sin previo aviso, la misma vida me sorprendió
con uno de sus hermosos obsequios. Lo acepté con los brazos y el corazón
abiertos, sin sospechar que, desde entonces, comenzaría a transitar, con nueva
conciencia, los caminos de la pureza y de la lealtad. En el proceso sin retorno,
la primavera se fue quedando atrás. Hoy atravieso las hojarascas del otoño,
mientras observo por la ventana la cercanía del invierno. Creí que podíamos
esperarlo juntas.
Linda
Mi Bellota, con solo evocar el nombre de Linda, me
emociono. Apenas abrí la puerta, aquella mota con patas, cruce de Pekinés con
Pomerania, entró a la sala como si intuyera que había llegado a su nuevo hogar.
Después de husmear cada rincón, se echó a mis pies. Al tomarla entre mis manos,
pequeña e indefensa, sentí que crecía dentro de mí un enorme deseo de criarla.
Era de mi cuñada. Nada más pedirle que me la cambiara por un perrito de felpa,
regalo de un novio del pasado, ella aceptó. Había comenzado a trabajar fuera de
casa y no disponía del tiempo suficiente para cuidarla. La comunicación entre
Linda y yo fue inmediata, como si ella poseyera el don de comprender que su
misión era apaciguar una soledad que yo no sabía me embargaba. Llegó y mi vida
tuvo un nuevo sol.
Mi novio la acepó porque comprendió lo importante que era
para mí. Parecía que, a veces, él sentía un poco de celos. Linda no se separaba
de mi lado. Sin embargo, nunca puso reparos a que nos acompañara. No podía ser
de otra manera. Ella supo como ganarse el cariño de todos. De mi madre, quien
la cuidaba durante mis ausencias; de mi abuela, que no le importaba que se
subiera a su cama; de mis hermanos, incapaces de dejarla fuera de los planes de
paseos y de viajes; de mis sobrinos, quienes la incorporaban como otra
compañera de juegos; de mis amigos y de mis vecinos que la saludaban con ternura.
Más allá de eso, Linda era posesiva. Apenas alguien se me acerba o llegaba de
visita, corría mi lado, subía a mi regazo para dar fe de su sentido de
pertenencia.
Cuando salíamos solas a pasear por los jardines, ella se
perdía entres los arbustos, mientras yo contemplaba el entorno. Por ella
aprendí a apreciar con nuevos ojos, la belleza de las flores y los azules del
firmamento, la vida que reverberaba entre el follaje que ella husmeaba, a
apreciar detalles de la naturaleza que antes no. En las noches, le encantaba abandonar
su cama para pedirme que la subiera a la mía. Entre dormida y despierta, yo la
acomodaba a mi lado. No tardaba en dormirse. ¡Cuántas veces escuché sus
pequeños ronquidos!¡Los quejidos de sus posibles pesadillas!
Tuvo cuatro cachorros preciosos, consecuencia de un
encuentro fortuito. Mi hermano vino de visita en compañía de su perrito. Los
dejamos a su libre albedrío, sin sospechar que el amor a primera vista haría de
las suyas. Cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde, había quedado
embarazada. A Linda se le ocurrió dar a luz a media noche, antes de lo esperado.
No dio tiempo a llevarla a la clínica. En la mañana, cuando el doctor los
revisó, a ella y a sus crías, comprobó que todos estaban en perfecto estado de
salud. Unos meses después, listos para partir, fueron adoptados por los amigos
que consideré idóneos para su crianza.
Regresar a casa del trabajo era una ilusión bonita.
Siempre me esperaba saltando y agitando su cola de dónut, hasta cuando los
malestares comenzaron a robarle su vitalidad. Los años habían pasado y las
enfermedades comenzaron a aparecer. Luego de las consultas con el veterinario y
los diferentes tratamientos, ella fue cediendo a los embates de los años y las
enfermedades. Una tarde, llegué y no estaba esperándome detrás de la puerta,
como era su costumbre. Me contaron que había pasado todo el día debajo de mi
cama. Cuando me sintió entrar a la habitación, salió quejándose y caminando con
esfuerzo. Apenas la tuve entre mis brazos, se desmayó.
El domingo, a primera hora de la mañana, me llamaron de
la clínica. Mis oídos escuchaban; mi corazón se resistía a aceptarlo. Fatídicas
palabras: Muy delicada… Cuadro hepático…Riñones dañados…Paro respiratorio. ¡Se
nos fue! Linda había dejado de luchar. No más medicinas, no más
sufrimientos. Pero, con ello, se ensombreció mi alma Las noches eran largas y
tristes. Asomada en la ventana, veía que una estrella brillaba más que las demás.
Me reconfortaba pensar que era Linda que me hacía compañía. En aquella
oscuridad, me parecía que los jardines lloraban. Pero, eran mis ojos los que
vertían las lágrimas.
En aquellos momentos me prometí que evitaría volver a
pasar por un dolor tan sorpresivamente grande, no experimentado antes por mí.
La pérdida de esa criatura, inocente y leal, me generó, para mi sorpresa, una gama
de sentimientos. Tristeza, dudas, culpas y añoranza. ¿Pude haberla cuidado
mejor? Sólo sé que le di mi amor y todo lo que creí era mejor para ella. Decidí
que era el momento de dedicar mi atención a otras cosas. Las deidades del
destino, mi noble Bellota, tenían otros planes para mí.
Bella
Bella anunció su llegada a través de un sueño. Yo
atravesaba una calle sumergida en un día nublado y solitario. Me pregunté dónde
estaba, parecía que nunca había pasado por allí, hasta que deduje que era una que
mi familia y yo acostumbrábamos cruzar cuando andábamos de paseo. De pronto,
como sucede en los sueños, de la nada apareció un niño con un cachorro en las
manos, se asomó a la ventanilla del carro para entregármelo. Con las orejas de Cocker
Spaniel, pero con un cuerpo distinto, el perrito era, realmente, hermoso… Fue
lo único que recordé cuando desperté. Luego, eché el sueño al olvido.
Linda se fue una semana antes de mi fecha de cumpleaños.
Mi abuela, que pasaba unas vacaciones con nosotros, sugirió salir de casa, con
el fin de distraerme. “Para que no pase esta fecha por debajo de la mesa”,
dijo. Acepté sólo por complacerla. Sin pensarlo mucho, manejé al otro extremo
de la ciudad, a un restaurant donde íbamos de vez en cuando, famoso por su
buena gastronomía. Para llegar a él, debíamos pasar por una larga avenida llena
de comerciantes ambulantes, incluyendo la venta de cachorros de raza. Yo,
imbuida en mi tristeza, no reparaba en eso. Había un gran volumen de vehículos,
por lo que el tráfico era bastante lento. Un jovencito se acercó para
ofrecernos uno. No le presté atención. Mi sobrina, que iba a mi lado, me pidió:
Cómpralo, tía, cómpralo. ¡Mira qué lindo es! No quise hacerle caso.
Casi llegando al restaurant, obedeciendo a un repentino
impulso, regresé. Nada me costaba regalárselo. Era una tierna Basset Hound, con
las orejas más larga que el cuerpo. Esa fue mi primera impresión. En la tienda
para mascotas, donde compramos todo lo necesario para su cuidado, un experto,
al verla, no dudó en aconsejarme: Si usted tiene un veterinario de
confianza, llévela de inmediato. Esa perrita está muy mal. Tenía razón;
tuvo que permanecer internada un par de días, que bastaron para que yo
entendiera que la intención de mi sobrina era que me quedara con ella. Ya
recuperada, la llevé a casa. Cada vez que la miraba, yo no podía evitar llorar con
el recuerdo de Linda. Una noche, observando cómo me veía, recordé el sueño.
¿Había sido una premonición? Decidí darle la oportunidad: Está bien,
pequeña. Ven acá, tú no tienes la culpa por lo que estoy pasando.
Bella resultó ser un remolino que arrasaba con todo.
Corría como una orate por el apartamento y, cuando se detenía, mordisqueaba
todo lo que se le atravesaba. Así vi cómo destruía las patas de las sillas, de
la mesa del centro de la sala, el copete de la cama, como si todas las cosas
hechas de madera fueran sus más férreas enemigas. Almohadas, zapatos, control
remoto y demás, no escaparon de su espíritu destructor. Era tan rebelde y
traviesa, que me obligó a contratar los servicios de un instructor canino. Resultó
ser una excelente alumna. Sólo que obedecía los comandos en clases. Regresábamos
a casa y olvidaba todo lo que le habían enseñado.
Desesperada, decidí buscar información en Internet. Me
puse en contacto, vía email, con un grupo argentino amante de esa raza. Me
sirvió para entender que esos cachorros, por naturaleza, eran muy inquietos. Debía
tener paciencia y esperar un par de años para que se tranquilizara. El contacto
con ese grupo fue una experiencia maravillosa. Porque me dio la oportunidad de
tratar con personas de diferentes partes del mundo, y de viajar a Buenos Aires
y a Montevideo para recorrer las calles de esas maravillosas ciudades, y de conocer
personalmente a una cantidad de buenos amigos, que me motivaron a escribir
cuentos y poemas sobre esos orejones que nos hacían tan felices.
Con el tiempo, comprobé que ellos tenían razón. Con el
pasar de los años, Bella se fue transformando en una señora dulce y apacible,
siempre unida a mí. Tanto que, cuando yo tenía que salir de viaje, entraba en
franca indisciplina, buscándome por todas partes u orinándose en los sitios
menos indicados. En una conferencia a la que asistí, un psicólogo canino dijo
que eran las reacciones típicas de protesta. Sólo una vez la dejé un par de
días en un hospedaje canino. Cuando fui por ella, el doctor me sugirió que no
lo volviera a hacer porque ella se había deprimido demasiado.
Le hacía honor a su nombre porque era muy bella. Un
almohadón de ternura, de patas cortas y mirada entre triste y dulce. Los niños me paraban en la calle para
preguntar su nombre y acariciarla. Creían que era una perra salchicha, lo que
me causaba mucha gracia porque, en todo caso, sería una salchicha muy grande y
robusta. A los adultos también los enternecía; sobre todo, cuando paseábamos y la
veían con sus gorros para protegerles las largas orejas, o arrastrándose, como
un militar camuflajeado en la selva, cuando se negaba a caminar en otra
dirección a la que ella quería. Muchas veces me pidieron permiso para tomarle
fotos.
Como ya te dije, ella nació enferma. Por más que le prestaron
atención médica, nunca se recuperó, totalmente. Con el paso del tiempo, los
riñones comenzaron a fallarle. No sé cuántos médicos consulté, hasta que creí
dar con el que me obsequiaría el prodigio de sanarla. Lo veríamos un lunes. No
nos dio tiempo. El domingo anterior entró en crisis. La llevé de emergencia a
una clínica cercana donde, poco a poco y en mis brazos, decidió que había
llegado el momento de partir. Me dolió tanto como Linda. Un dolor tan grande
que me hizo concluir que era suficiente. Ya no adoptaría más.
Guayabita
Fueron pasando los meses y, a pesar de mi familia y mi
relación sentimental, el vacío que me había dejado Bella no terminaba por irse.
Observando la cantidad de perros que deambulaban por la calle, tan necesitados
de amor y cuidados, decidí darle la oportunidad a uno de ellos. Aunque, en
realidad, son ellos los que la dan a nosotros. Me comuniqué con la Red de Apoyo
Canino e hice la solicitud. Revisé las fotografías de los perros en adopción,
hasta que di con una que parecía un zorro. No me importaron los años que tenía.
Como ella, yo comenzaba a transitar los caminos de la tercera edad.
Traía en su pelaje el maltrato largo de las calles. Los
dientes destrozados, tal vez, por roer las piedras que pudieran apaciguarle el
hambre. Por fortuna, había sido rescatada por la Red, antes de entregarla a mí.
A pesar de sus evidentes años, era ágil y algo juguetona. Su mirada cautivó, de
inmediato, mi corazón. Prometía que íbamos a ser excelentes compañeras. Así
fue. Ella me enseñó que los perritos callejeros que son adoptados, están hechos
de otro calibre. A su manera, tratan de demostrar los felices que son en su
nuevo hogar. Y que sus años, aunque sean pocos o muchos, no importan cuando
recibimos a cambio tanta ternura y fidelidad.
Guayabita, al igual que Linda y Bella, tenía sus propias particularidades.
Ella misma se encargó de definir su propio lugar. Nunca aceptó subirse a mi
cama. Prefirió dormir en la suya; eso sí, siempre al lado de la mía. Era
humilde, considerablemente, obediente y agradecida, como una manera de
responder a la oportunidad que creyó nunca le darían, después de tanto tiempo
en el refugio canino. Cuando salíamos a pasear, ella se transformaba. Asumía
una actitud diferente. Erguida y orgullosa, protestaba si un perro desconocido
se nos acercaba. Ladraba como diciéndole: No te acerques más, que esta
señora es mía.
También supo ganarse el cariño de los que la conocieron.
Hasta de los amigos y familiares que recibían sus mínimas mordidas, especie de
pellizcos, que les daba en las piernas cuando llegaban de visita. Con los
dientecitos tan deteriorados y pequeños, era imposible que pudieran hacer daño,
salvo darles el susto. Nunca se resistía. Aceptaba todo lo que le ordenaran,
hasta ir a la ducha para recibir sus largos baños. Yo sabía que no estaría a mi
lado por mucho tiempo. Sin embargo, cuando tres años después enfermó, quise
engañarme creyendo que lo superaría y me acompañaría unos cuantos más.
El veterinario me informó que sus riñones estaban muy mal.
El daño era de larga data. Consideró que con unas inyecciones podía alargarle
la vida un poco más. Le puso la primera y salí del consultorio, llena de
esperanza. Cuando subió al carro, comenzó a mostrarse muy inquieta. Supuse que era
motivado a la alegría de haberla alejado del doctor que la había inyectado. En
la mañana me pareció que había olvidado el trauma del día anterior. A las pocas
horas, comenzó a convulsionar. Apenas dio tiempo a ingresarla en la clínica más
cercana. Pasé todo el día esperando verla salir recuperada. No la dieron de
alta. Al otro día, cuando fui a buscarla, la encontré en un estado tan
lamentable, que me puse a llorar. El veterinario dijo que lo mejor para ella
era hacerla dormir. Llamé a una amiga para que viniera y la viera. Esperaba que
me dijera que eso era necesario. No había nada qué hacer. Guayabita sangraba
por la boca.
No podemos escapar del dolor por la pérdida de un ser
inocente que te ha confiado su vida. No importa el poco tiempo que se haya
compartido con él. Una vez más, me dije que no debía seguir pasando por ese desconsuelo.
El tiempo me llevo por los caminos del entendimiento. ¿Por no sufrir, debía olvidarme
de darle calidad de vida a otro de esos perros que esperan que alguien los
rescate? Antes de volver a revisar las
fotografías de la página de la Red de Apoyo Canino, dejé que los días me
reconfortaran el alma. Cuando estuve lista, nuevamente, abrí mi corazón para
esperarte a ti.
El Niño Jesús me dio su regalo, antes de Navidad. Te trajeron a casa un 23 de diciembre, hace diez años. ¡Qué rápidos pasaron! Llegaste tímida y nerviosa, luego de que te seleccionara entre un montón de fotografías. Cuando vi tu imagen, hecha un trozo de ébano, destilando esbeltez, me dije: ¡Esa es! Y, ya ves, ahora estamos aquí, en esta noche triste; yo como una madre compartiendo confidencias contigo. Tú, mirándome fijamente, como tratando de entender. Ambas despidiendo un año que intenta llevarte consigo. Tú decidirás si prefieres esperar.
Nuestra conexión fue inmediata. La sentiste y la sentí.
Desde un principio, ya te dabas a entender. Esa primera noche, cuando te saqué
a pasear, apenas abrí la reja hacia el exterior, te resististe a salir; muestra
del miedo que te daba volver a la calle, al frío de la noche. Te acaricié y te
dije que sólo quería que orinaras. Te relajaste y te dejaste llevar. Supiste
que nunca te iba a abandonar. A la hora de dormir, recordando la actitud de
Guayabita, respecto a subir a la cama, compré una para ti. Te acostaste en ella
por unos cuantos minutos. Luego, de un salto, te acomodaste a mi lado. No
señora, esta no es su cama. Vuelva a la suya, te dije. Esta situación se
repitió un par de noches más, hasta que una mañana, al despertar, sentí tu
cuerpo pegado a mi espalda. Fue tanta la ternura, que nunca más te mandé a
bajar.
A pesar de que eras una adulta joven, corrías como un
bólido cuando te soltaba en el parque. Parecía que nunca te cansabas. Yo, que
era mucho mayor que tú, me las veía para controlar la correa cuando pasaba una
bicicleta, los muchachos en patines, o una mascota que no era de tu agrado. Te
ponías a ladrar como loca. Por fortuna, era por unos pocos segundos, salvo con
Bongo y otros como él, que no parabas hasta que se perdían de vista. ¿Por qué
te caían tan mal los Golden Retriever? Por
uno de ellos, me arrastraste por la acera y me lastimé las rodillas. Fue menos
grave de lo que me pasó con Bella que, al correr tras unos niños, me hizo caer
y fracturar el tobillo. Pasé tres semanas enyesada, entonces. Con lo tuyo
fueron unos raspones nada más. ¿Por qué me iba a enojar contigo por eso? Eran gajes
del oficio.
Los años no pasaban en vano, mucho menos para ti. Llegaste
siendo joven. Cuando dejé de trabajar, ambas teníamos casi la misma edad
humana. Ahora, tienes los años de mi madre. Sin embargo, creía que
disfrutaríamos de nuestra compañía otros años más. Sin ir a la oficina, cuidarte,
atenderte y amarte adquirieron otra connotación. Podía dedicarte mi tiempo con
mayor libertad. Me acostumbré a tenerte a mi lado, en todo momento. Y si bien
era cierto que existía la posibilidad de que podías irte de este mundo antes
que yo, me ilusioné con la idea de que, por ser tú descendiente de la rudeza de
las calles, tendrías mayor fortaleza. No era así.
Comenzaste a sentir cansancio. Nuestros paseos eran, cada
vez, más cortos. Lo atribuí a la embestida del tiempo. A medida que pasaban los
días, la fatiga se hacía mayor. Te llevé a consulta médica para ponerte en
control. El veterinario dijo que era la artrosis, producto de la vejez, y te
tomó unas muestras de sangre. En la noche tuvimos que llevarte a emergencia.
Después de exploraciones, eco y radiografía, los resultados no podían ser
peores. Sin embargo, el veterinario, un hombre de gran profesionalismo y
humanidad, me dio esperanzas. Aferrada a ellas, comencé a darte los
medicamentos.
Bellota estás tan enferma, que tu cuerpo se niega a
reaccionar. Cada vez que te doy las dosis, te aletargas y yo sufro. No quieres
comer, no tomas agua y haces demasiado esfuerzo para pararte. Me indicas que
necesitas bajar con urgencia, porque nunca has hecho tus cosas en casa, y yo
corro a obedecerte. Apenas llegas a la grama, haces lo que tienes qué hacer y
te derrumbas. Luego, debo regresarte cargada, a pesar de tu peso de canina
grande, mis cervicales debilitadas y mi edad. No obstante, si al final de
tantas medicinas, existiera la posibilidad de que pudieras sanar, aunque fuera
un poco, no me importaría llevarte en brazos, cada vez que lo necesitaras. Todo
por verte caminar de nuevo. Pero, tus órganos están tan dañados…
Podrías preguntarte por qué estoy sufriendo tanto, si ya
he pasado por situaciones similares. Bueno, creo que es porque las zarpas de los
años no tienen piedad. Aunque soy una mujer activa, me ejercito y me siento
viva, la realidad se impone. No tengo la vida comprada y no sé cuánto me
durarán las energías que aun conservo. Ustedes necesitan cuidados, atenciones,
salir a pasear, correr y jugar con otros perros. ¿Qué calidad de vida puedo
ofrecer cuando ya no pueda cumplir con eso? ¿A quién endosar la responsabilidad,
si debo partir antes? Cuando tú te vayas, tendré que cerrar el ciclo de las
adopciones; la oportunidad de disfrutar de la alegría que ustedes proporcionan.
Adaptarme a una nueva situación que, atisbo, me será extraña y me hundirá, de
nuevo, en esa soledad que no puede ser minada con la compañía humana. Mi
compañero de vida lo entiende y doy gracias por ello.
Ha sido una aventura extraordinaria que comenzó en la
infancia y parece que está próxima a terminar. Con ustedes aprendí a ver los
otros colores de la vida y me convertí en un ser humano mejor. La esperanza se
asoma y pide que un nuevo tratamiento te haga reaccionar. En todo caso, no
podré deshacerme de las culpas. Si, en realidad, tu proceso es irreversible y
no hay nada que te permita permanecer un tiempo más a mi lado, y yo acepto que
te vayas poco a poco hasta tu último suspiro, me culparé por los sufrimientos
que impliquen para ti. Si oigo las voces que me dicen que te deje ir, y acepto
que te duerman para siempre, sentiré culpa por no poder descifrar si hice lo
correcto. ¿Cómo descubrir lo que prefieres tú?
Mi dulce y preciosa Bellota, cualquiera sea la vía que yo
tome, ten la seguridad que estará condicionada por el infinito amor que siento
por ti. Si durante esta noche tienes la necesidad de irte, no hagas caso de mis
lágrimas. Puedes irte tranquila, que yo estaré bien. Gracias, mi pequeña, por
darme más de lo que esperé. Por tu nobleza, por lo buena y leal. Por aceptarme
como soy, tan extremadamente cariñosa que, a veces, parece fastidiarte. Vamos a
fantasear. Que el nuevo año nos haga el milagro de otros doce meses juntas. Si
no es posible, que sí exista un lugar donde podamos volvernos a encontrar para
ser felices otra vez.
Amanece. Al fin te has quedado dormida.
Nota:
Bellota partió hoy, jueves 9 de enero de 2025, en una mañana
tan hermosa como lo era ella.
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