Contra todo pronóstico, el amor me mostró los dientes. Cuando se ama, como yo, se corre el riesgo de caer en el
absurdo. Porque la verdad es que creí todas las fantasías de las mujeres de la
familia y de mis amigas. Lo tienes comiendo en tus manos; sólo ve por tus
ojos; está muy enamorado de ti; no pasará mucho tiempo para que pida tu mano,
decían. Yo, vuelta loca por él, de esa imagen perfecta frente a todos, lo di
como cierto. No me detuve a observar un poco más allá de las fronteras de sus
actos. Porque, a la par de que llenaba mis ensueños con versos y promesas, no me permitía reparar en la fragilidad de sus excusas cuando el instinto me alertaba. Me
convencí de mi propia premisa: Al entregar el corazón, honesto y sin
límite, creo que debemos ser correspondidos de la misma manera.
No quiero decir, con esto, que fui
engañada, que robó mi inocencia. En el momento crucial, a pesar de mis pocos
años decidí, motu proprio, desdeñar los principios que, desde niña, trataron de
inculcarme en casa. El amor es una venda que te ciega y te arrastra hacia la
irracionalidad. ¡A qué precios se pagan los momentos de dicha! Las
circunstancias pueden arrancarte esa venda y dejarte el alma hecha añicos. Sin
embargo, hay un tiempo en suspenso donde buscas razones para explicar los
cambios, los alejamientos. Pueden ser muchas cosas las que, al fin, te lancen a
la realidad. La mía comenzó a palpitar dentro de mí, llenándome pronto de
angustia y de una insoportable soledad.
Comenzaron los pronósticos a favor y en
contra; las defensoras de la vida, a ultranza, que prometían, frente a las
adversidades de una criatura no planificada, “Dios proveerá”, y las
que medían la libertad de elegir lo preferible para mí, bajo mis precarias
condiciones económicas, "Todo a su debido tiempo". El cargo de recepcionista apenas daba para el pago de mi
manutención. ¿Qué futuro podía ofrecerle al niño por venir? Encerrada en mi
habitación, y entre las paredes rígidas de los prejuicios paternos, yo me
revolvía en un mar de contradicciones. Por un lado, deseaba continuar con el embarazo, aunque no tuviera ni una remota idea de lo que haría después. Por el
otro, tenía miedo de enfrentarme a la crudeza de la vida, una vez que mi padre
me echara a la calle. El miedo, como el amor, también, ciega,
mientras te sumerges en la incertidumbre.
Allí estaba yo, como un poste, a la
entrada de la clínica, con el terror recorriéndome las venas. Terror a entrar y terror a devolverme. En ese momento, deseé disponer de más tiempo para meditarlo un
poco más. El doctor había recomendado no esperar. Yo interpretaba que, al
traspasar el umbral, dejaría a un lado lo que había sido mi ser y renunciaba a
cualquier halo de esperanza. Miré hacia atrás, buscando en el último minuto,
una señal que me llevara a tomar la decisión correcta. Allá estaba ella, mi
gran amiga, esa persona que, a veces, me conocía más que yo a mí misma.
Sabes que la decisión es tuya —había dicho—; sin embargo, no
olvides que, cualquiera que tomes, siempre estaré aquí para apoyarte.
¡Un hijo! ¿Estaba preparada para luchar
por él? ¿O para negarle el derecho de venir a este mundo? La mirada de mi
amiga, fraterna e incondicional, acabó con mis dudas. En el momento trascendental y
contra todo pronóstico, supe qué hacer.
Olga Cortez Barbera
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