José
Antonio paseaba con sus dos hijos cuando se escucharon los alaridos. Como los
demás, obedeció al impulso de averiguar qué estaba pasando, después de
ordenarle al hijo más grande que no se movieran de su sitio. A medida que se
acercaba a la multitud, podía ver cómo los adultos retiraban a los niños de la
tragedia que transcurría frente a todos. Algunos tomaban fotos, otros se unían
para ayudar. La mayoría observaba, impotente, al joven aterrorizado. José
Antonio no podía imaginar que ese acontecimiento cambiaría el curso de su
historia.
Pocas
horas antes, el portazo en la habitación contigua lo había arrancado de las
profundidades del sueño. La pensión no le proporcionaba la privacidad o el
sosiego que a él le hubieran gustado. Por consecuencias del divorcio y los gastos
de manutención familiar, no tenía la posibilidad de arrendar un lugar mejor. La
enfermedad degenerativa de la ex esposa, además de impedirle trabajar a ella, requería
de doctores y medicinas. Él no podía dejarla sola; era la madre de sus hijos.
Habían
disfrutado de un buen matrimonio; sin embargo, la relación comenzó a resentirse
el día que él decidió abandonar el empleo para dedicarse a lo que siempre había
deseado. Ella imaginó, en la época del noviazgo, cuando al amparo de sus
ilusiones conversaban sobre los planes del mañana, que el deseo, descabellado
según ella, quedaría en el olvido. Se equivocó.
José
Antonio trabajó en diferentes oficios para solventar las dificultades
económicas de la familia, hasta que se hartó. “Un hombre sin cumplir su sueño
es un hombre hueco”, se dijo, mientras se alejaba de la fábrica, con una
montaña de ilusiones y un cheque por los años de servicios, que le permitiría
mantener a la familia a flote por un tiempo.
Era
sábado; día de compartir con sus hijos. Si se daba prisa, podía llevarlos al
zoológico, como les había prometido. Luego, pasaría a recoger el paquete que
esperaba con premura: un traje a la medida de su vanidad, hecho por el mejor
sastre de España. Los hijos tendrían que esperar por los regalos de navidad. El
sacrificio valdría la pena. Cuando se hiciera famoso, y eso sería pronto, los
recompensaría comprándoles todo lo que ellos quisieran. El espectáculo taurino
estaba pactado para la próxima semana.
—¡A
qué hora te apareces, Papá! —exclamó el hijo adolescente, deseoso de alejarse
de la casa.
—Lo
importante es que ya estoy aquí—respondió—. Comemos algo por ahí, antes de ir
al zoológico. Luego, los llevaré a un lugar que les ve a encantar.
—¿A
dónde, Papá? —preguntó, el hijo menor.
—Es
una sorpresa.
Estaba
seguro de que la madre no aprobaría que los llevara a la plaza de toros; sin
embargo, era necesario que los hijos conocieran el mundo más allá de la
sobreprotección materna. Él amaba a sus hijos. El menor era cariñoso; el mayor…
¡Lo sentía tan distante! Tal vez, el ruedo, el movimiento de ayudantes,
caballos y toros rompieran el hielo. El adolescente era un buen muchacho, sólo
que estaba en la era de la rebeldía.
El
zoológico estaba de Navidad. Los guindalejos del inmenso árbol, bajo la luz del
sol, brillaban como las lentejuelas del traje de luces importado. Recordó su
niñez, las labores del campo, a su padre y su pasión taurina. La grave voz
cuando cantaba:
Granada, tierra ensangrentada
en tardes de toros,
mujer que conserva el embrujo de los ojos
moros…
Las
fotos de los toreros famosos: Manolete, Joselito, El Cordobés, y otros tantos
de la época, que le hacían exclamar: “¡Si yo me hubiera atrevido, hubiera sido
mejor torero que todos ellos juntos!”. El becerro dócil con el que José Antonio
pretendió seguir las quimeras de su padre. El animalito, frente al trapo rojo,
no hacía más que mirarlo, hasta que le daba por irse a pastar.
Apenas
tuvo la edad, se inscribió en la escuela de toreros. Se entregó con el mismo entusiasmo
con el que se dedicó al romance. Listo para demostrar su destreza y captar el
interés de un caza talentos taurino, apareció la novia para decirle que estaba
embarazada. Los sueños de ser un excelente torero, volar a tierras españolas y
de gozar de fama y fortuna, debían esperar.
A
poco de abandonar el zoológico, aún no les había dicho cuál era la sorpresa. Temía el rechazo del adolescente. “Hay que
coger al toro por los cuernos”, se dijo. Con un movimiento taurino, exclamó:
“¡Oleeee!”. Los que pasaban le miraron con una sonrisa burlona. Cuando lo
vieran vestido con su traje de luces, en los carteles alusivos a la corrida en
la Plaza Monumental de Toros, se darían cuenta de que, al que habían tomado por
loco o tonto, era un torero. Puso una mano sobre el hombro del hijo mayor:
—¿Sabes? Pronto será mi presentación
taurina. Me gustaría que, antes, conocieran la plaza y a mis compañeros…
—¿Para
qué, viejo? ¿Para verlos lastimar a un animal inocente?
—¡Por
todos los cielos, hijo!, ¿te cuesta tanto entender que sólo es un animal?
Los
gritos interrumpieron el hilo de la conversación.
—¡Quédate
aquí con tu hermano! —le ordenó.
Se
unió a la gente que se agolpaba en las barandas, al borde de la fosa de los leones:
—¿Qué
sucede? —preguntó.
—Un
león tiene acorralado al que les da de comer.
El
coro de “No grites”, “No lo veas”, “Hazte el muerto”, llegaba al joven
paralizado por el miedo. El león lo miraba, lo olía y le lanzaba zarpazos,
aparentemente suaves, al estilo del gato y el ratón. Cada vez que subía la
garra, se escuchaban los “OHHHH”, “AHHHH”, en medio de una consternación casi palpable.
Los menos sensibles, subían los videos a las redes sociales.
La
gente lanzaba objetos para atrapar la atención del león. “¿Alguien lo puede
matar?”, gritó una mujer. ¿Era lo que merecía un animal que estaba allí en
contra de su voluntad? Tampoco el joven, ¿entonces?…
“¡Que vengan los guardias, por favor!”, exclamó otra. Nadie se explicaba
por qué no aparecían. Ni dos minutos transcurrieron, cuando llegaron. Para
horror de todos, ya era tarde. El león regresó a la jaula con el trofeo entre
las fauces.
José
Antonio, en total consternación, se reunió con los hijos. El árbol de Navidad brillaba
en todo su esplendor. Volvió a recordar el traje. ¡Qué ganas de tenerlo en sus
manos! “¿Cómo es posible que piense en
eso cuando ese joven acababa de perder la vida?”, se preguntó, muy confundido.
—¡Pobre
muchacho! —exclamó.
—¿Por
qué te pones así, papá? —ironizó el hijo
—. Al fin y al cabo, no es más que un humano, ¿verdad?
Entre
la rabia y la vergüenza, José Antonio levantó la mano para castigar la insolencia.
Sin embargo, se contuvo. Comprendió que estuvo a punto de cometer una
injusticia. El hijo apoyaba sus palabras con el convencimiento de que toda vida
merecía consideración. Aquella desgracia era producto de la insensatez humana,
que se creía con la libertad de disponer de la vida de unos seres que tenían
todo el derecho de disfrutar de su ambiente natural.
El
hijo menor los observaba con temor. José Antonio sonrió:
—¿Qué
les parece, chicos, si vamos por un helado?
El
árbol de navidad ganó en intensidad; el traje de luces perdió su esplendor.
Olga Cortez Barbera
Pixabay: Imagen gratis
Como siempre, una narrativa impecable, querida amiga... ¡muchas gracias por compartirlo!
ResponderEliminar