Entré a la charcutería y un ramo de flores llamó mi
atención. Aunque modesto, relumbraba frente a la vitrina de jamones, quesos y
salchichas. En un instante, llegó la París primaveral de mi juventud. Tenía yo
un novio poeta que soñaba con ir a la ciudad del amor. Impulsada por el vigor
de la década de los setenta y con un morral lleno de ilusiones, me fui con él a
recoger versos en aquellas tierras. En un cuartito de tercera, entre vino, flores
y poemas, ¡fuimos tan felices! ¿Dónde había quedado aquella primavera? ¿En un
mundo paralelo? Ahora estaba en la placidez de mis recuerdos.
No podía apartar mi mirada de aquellos nardos. El hombre
que sostenía el ramo, como una pieza de cristal, sonrió y dijo:
—Es para mi esposa; estamos cumpliendo cuarenta años de
matrimonio. Espero que sean muchos más.
—Seguro que le va a encantar —contesté, también, con una
sonrisa.
Era un señor pulcro, delgado y de cabellos blancos. Su
ropa había sido víctima de infinitas lavadas, y sus zapatos, compañeros de
largos caminos. Esa circunstancia me hizo valorar el gesto hacia su esposa.
Según mis elucubraciones, había estirado el bolsillo para demostrarle, una vez
más, que el tiempo no era excusa para acabar con el romanticismo. ¿Vestigios de
una generación que se despedía?
Le tocó el turno para ser atendido. Sumergida entre
precios y marcas, dejé de reparar en él, hasta que escuché su voz:
—¡Tanto! Deje ver si me alcanza.
Contó el dinero y, con la vergüenza en el rostro, no le
quedó más que argumentar:
—¡Estos precios no se cansan de subir! Creo que no
llevaré todo.
Comenzó a evaluar lo que más necesitaba. No pude con la
escena y, buscando las palabras para no ofenderlo con mi ofrecimiento, dije:
—No devuelva nada; yo me encargo de la diferencia.
—¡¿Cómo se le ocurre?! Después, puedo volver por el
resto.
No me importó si era verdad o no. Sólo quería ser
solidaria en una situación imprevista.
—Tómelo como una muestra del buen momento que me ha hecho
disfrutar con sus flores.
Supo ver mis buenas intenciones. Salió de la charcutería, con una mirada de agradecimiento pocas veces vista en mi prolongada
existencia. El mundo era eso: un compendio de circunstancias, iluminado por pequeños
detalles que podían ayudar a atravesar la vida. Estaba por comenzar a hacer mis
compras, cuando escuché los gritos de alarma. ¿Muerte súbita? Sentí pena por su
esposa. Las flores sobre el pavimento se convirtieron en testigos del sueño
roto de un buen hombre.
Olga Cortez Barbera
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