La
escena es recurrente. El cielo con nubes, el viento fuerte, el mar al pie del
acantilado, la naturaleza brutal… Una mujer, sobre la hierba, contra el
pronóstico de tempestad, se quita la chaqueta y abre los brazos. Gira alegre,
como una zaranda, y aspira la vida. El vestido al viento le hace parecer una extraña
mariposa. A su lado, un hombre la observa y sonríe. Parece que el amor es lo
único que necesitan para ser felices.
Si
Arturo lo entendiera, me digo. Al otro extremo, una gaviota en picada va por el
alimento cotidiano que se desplaza en el vientre marino. De pronto, emerge la
desesperación. Al borde del acantilado, el hombre grita: ¡El viento arrastró
a mi esposa! Un turista corre y da la voz de alarma. Entre
las olas, la mujer flota, como una muñeca, entre las ondas de su vestido
floreado. ¿A quién se le ocurre usar algo así con esta baja temperatura?,
me pregunto. De pronto, despierto y suspiro, sin que se desprenda el horror que
me produjo la escena.
Arturo
y yo pensamos que unas vacaciones ayudarían a atravesar la brecha que nos
separaba, desde que a él se le ocurrió ser tan evidente. Hasta ese momento,
todo era sospechas; detalles que podían ser producto de mi imaginación, provocados
por el ambiente en que se desarrollaban sus actividades profesionales. La
contratación de actrices era la excusa perfecta para quedarse hasta altas horas
en la oficina y para las numerosas llamadas por el celular. Él las atendía,
frente a mí, con entera libertad. Eso minimizaba la incertidumbre y me permitía
retomar el sueño.
Sin
previo aviso, cambió su apariencia a una más juvenil. Cantaba en la ducha con
la alegría de nuestros primeros tiempos de casados. La sospecha se transformó
en tormento y, desde entonces, se apagó la paz hogareña. Yo, como un felino en
acecho, trataba de cazar otras señales olfateando, como sabueso, sus camisas. Cuando
vio lo que hacía, dijo, sin mirarme: No veas fantasmas donde no los hay.
En
esas condiciones, no era extraño que me tomara por sorpresa:
—Nos
vamos de vacaciones. Creo que debemos apartarnos un tiempo de la rutina y
dedicarnos a nosotros.
—¿Así,
de repente?
—¿Tienes
algún compromiso que lo impida?
—¿A
dónde iremos?
—A
dónde siempre has querido ir: A Irlanda
Mientras
hacía las maletas y les avisaba a nuestros hijos, yo sonreía por el detalle de
Arturo. Creí que había echado al traste mi sueño de visitar el país de los
castillos y las criaturas celtas que, desde niña, me apasionaban. Aunque viajábamos
bastante, siempre relegó ese sueño. Yo presumía que más importante era
complacerlo a él, sin importar que aquel sueño se extraviara en el olvido. Con
el tour inesperado, supuse que no todo estaba perdido entre nosotros. Si no lo
intentábamos, la rutina de los largos años terminaría por ahogar nuestro
matrimonio. Era hora de abrir las ventanas a mejores vientos. Las parejas solían
atravesar crisis y salir airosas.
Llegamos
a Dublín, moderna e histórica; divertida y acogedora. Apenas dejamos las
maletas en el hotel, tomamos la decisión de invertir el tiempo en recorrer las
calles, deteniéndonos en los lugares de interés. Cada atardecer, comíamos en
las mesas, al aire libre, de cualquier Pub. Cuando la luna se posesionaba del
centro del cielo, volvíamos a la habitación. Un regreso de silencios y eventuales
frases hechas. Aunque tomados de la mano, nuestras almas no lograban
conectarse. Me opuse a que la desazón me arrastrara. Tal vez, al haz de la
magia de los pueblos y castillos, que estábamos por visitar, se encendería la
antorcha y volveríamos a lo que tuvimos. ¿Era un delirio?
Lo
comprobé, una vez más. Cuando se toca el fondo del abismo, cuesta escalar la pendiente.
La lencería sensual y la desnudez pasaron desapercibidas. ¡Qué tonta! Hice
acopio de indiferencia y apagué la luz. Desde ese momento, me concentré en
disfrutar lo que la vida ofrecía: la riqueza arquitectónica y cultural de
aquellas regiones. Entre fotos y palabras de admiración, transcurrían las
horas; en tanto, me preguntaba si ese desapego era lo que correspondía a un
matrimonio de tantos años. Aparté los pensamientos tristes y expandí el
espíritu con la apreciación de las bellezas circundantes. En mí, estaba la
solución: regresar a casa para seguir en lo mismo o solicitar el divorcio. Era
el momento de dejar de andar lamentándome por los rincones.
El
folleto, con las fotografías de los Acantilados de Moher, me atrapó. Sentí que
era un sacrilegio despedirme de ese país, sin visitar las majestuosas rocas.
—Bien
—dijo, Arturo—, quiero complacerte.
Atravesamos
las puertas del Centro de Visitantes, excavado, de forma artística, en las
rocas. Por los senderos, leí un aviso curioso: Habla con nosotros, si las
cosas te están afectando. Samaritanos. Estaba dirigido, según supe, a las
personas con problemas. La exuberancia del paisaje atraía a turistas y a místicos, pero,
también, a las almas atribuladas. Los suicidios, mantenían en constante alerta
al personal. ¿Qué locura pudo lograr que una mujer se lanzara al vacío, con su
hija de cuatro años? No hay razón suficiente para quitarse la vida,
pensé. Desde los senderos, se apreciaban los imponentes acantilados. No podía
sentirme mejor, hasta que ocurrió la tragedia.
El
caleidoscopio de imágenes no me abandona. La mujer en el mar, como una muñeca
vencida, la embarcación que se acercó para rescatarla, las preguntas de los
policías y las extrañas respuestas: “Cuéntenos cómo pasó”; “No sé, me
distraje, creo que fue un golpetazo de viento”; “¿No está seguro?”; “¡Qué otra
cosa pudo haber sido!”; “¿Su esposa sufre de tendencias suicidas?”; “No sé, no
sé… Quizás estaba deprimida y no me di cuenta”. ¡Cómo —me digo—,
si era el símbolo de la alegría! ¿Acaso, ese hombre está loco? ¿No la vio
girar, como si ella tuviera, entre sus manos, las llaves de la libertad?
Otra
vez, las imágenes. La mujer con los brazos abiertos y la sonrisa del hombre. El
rescate, el morbo de la gente. El doctor se acerca y el hombre pregunta: “¿Se
pondrá bien?” “Lo lamento, señor, es un milagro que aún respire”. La mujer
gira y gira, enredada en su largo vestido primaveral. El mismo que le compró
él, en una isla caribeña, cuando el amor aún lo era.
La
mujer gira y el hombre sonríe de manera extraña. Nunca le vi esa
sonrisa a Arturo, me digo. Ella, poniéndose el vestido floreado, esperando
que el hombre recuerde los viejos tiempos. Ahora revisa el celular, el mensaje
indiscreto. El alivio cuando decide comenzar una nueva vida. La mujer gira, la
gaviota en picada, el vacío… Pesadilla o sueño, ya no sé qué es. Entre los
delirios me pregunto si fueron los feroces vientos los que se están llevando mi
existencia.
Olga
Cortez Barbera
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