Te lo dije y no me creíste. Claro, quien
lo expresaba era yo, tu amigo de la infancia, el que nunca dudó en cubrir tus
barrabasadas. Era mi costumbre usar ese cliché cada vez que me hacías partícipe
de una de las tuyas. Por eso, pasaste por alto mis cambios de humor de los
últimos tiempos. Preferiste atribuirlo a la edad: Te estás poniendo viejo.
Entre la confianza y el abuso existe una línea tan delgada, que podemos
atravesarla sin que nos demos cuenta.
La decisión de matarte no brotó así, de
repente, como una explosión. ¡No! Lo que fue una frase coloquial, desde la
niñez, fue tomando forma hasta adquirir rasgos de certeza. Mi
amistad incondicional comenzó a resquebrajarse el día que frustraste lo que más
me importaba, hasta entonces. Con argucias, te quedaste con el contrato.
Eso dio pie para recordar la época de
nuestras experiencias juveniles. Mi timidez aceptó pagar el precio por contar
con un amigo como tú. Celebraba tus
cinismos y sufría, en secreto, las bromas pesadas que me hacías. Sin embargo,
nunca dudé en ayudarte con los estudios. Optamos por la misma profesión. ¡Cómo
agradecí que, al graduarnos, me llevaras a trabajar contigo! A pesar de mis
esfuerzos, siempre te la ingeniabas para llevarme la delantera frente a los
superiores.
El día de tu boda dijiste que eras el
hombre más feliz del mundo. Por el contrario, yo era el más desdichado. Te
casabas con el amor de mi vida. Suena cursi, pero era la verdad. Tenía un
par de meses saliendo con ella cuando te la presenté:
—Oye, pana, ¡qué linda es tu chica! —
comentaste.
—¡Ni la mires! —exclamé.
Comenzaron los cambios. Cuando le
pregunté a ella qué pasaba, dijo que lo nuestro no funcionaría. Sin que lo
expresara, supe que era por ti. Dolió. No obstante, acudí a la celebración
y los felicité. Yo no podía obligarla a amarme; tú no eras responsable de que
te eligiera. Una noche, a solas en el jardín de tu casa y bajo los efectos del
alcohol, me arrojaste a la cara una verdad que no debiste dejar salir:
—Te robé la chica (hip) y ni
rechistaste…
Levanté el puño, pero sentí sus pasos.
Salí sin despedirme. Puse la carta de renuncia,
lo que me dio la oportunidad de alcanzar el éxito profesional en otra empresa.
Me casé y el pasado dejó de molestarme. Con el tiempo terminé por aceptar que
no todo había sido tu culpa. En la amistad debe imperar el equilibrio, una circunstancia
que ignoré. Cuando nos vimos de nuevo, ya no había rencor.
Me dio pena saber de tu divorcio y te
invité a casa. Mi esposa reía con los cuentos sobre las ocurrencias de juventud,
mientras yo pensaba que nuestra amistad merecía ser rescatada. Nos quedamos a
solas y comenzaste a hablar de tu fracaso matrimonial.
—¿Dejaste de quererla? —pregunté
—No era la mujer que tú decías
—respondiste.
No supiste valorarla —pensé.
Entre copa y copa, no pudiste evitar
otra de las tuyas:
—Panita, ¡es muy bella tu esposa!
Enfurecí.
—¿No puedo jugarme contigo? —te
burlaste.
Tus visitas comenzaron a molestarme. Mi
esposa no paraba de comentar sobre lo agradable que eras y lo mucho que te
apreciaban mis hijos. Comencé a sentirme
celoso de la forma como ella te veía. Me inquietaba la idea loca de que pudiera
enamorarse de ti. El antiguo pensamiento, Cómo me gustaría matarlo,
se transformó en una tenaza que no me dejaba respirar. Por eso, cuando
comentaste:
—Si mi mujer hubiera sido como la tuya,
te juro que no me hubiera divorciado.
Exclamé:
—¡Te voy a matar!
—¡Siempre tú con esa frasecita!
No tuve dudas, eras de nuevo el lobo
tras la presa y, esta vez, no iba a permitir que cayera en tus fauces.
Enloquecí. Tenía que deshacerme de ti. Por eso, acepté la invitación a tu casa de
la playa, tan alejada de todo.
—Será como en los viejos
tiempos—dijiste.
—Como una pijamada para hombres—comenté
y solté la carcajada.
Ahora estás ahí, tirado sobre la arena. Blanco
fácil. No me creíste, y yo con la necesidad firme de demostrar que no era el
pusilánime a tu disposición. Despertaste el monstruo que habita en mí. No más
afrentas, no más burlas. Y, lo mejor de todo, ¡ella nunca será tuya! Te observo
y ni te das cuenta, a un segundo de sacar el puñal del bolsillo...
Olga Cortez Barbera
Imagen Gratis Pixabay
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