El corazón de una mujer es
un profundo mar de secretos.
Titanic, película 1997
Yo pintaré de
rosa el horizonte
y pintaré de
azul los alelíes
y doraré de
luna tus cabellos
para que no
me olvides…
Autor de la
canción: Luis S. Aponte H.
Quiero contarte algo: hoy vuelvo a pensar en ti. Después de tanto
bracear contra tu recuerdo, la marea del tiempo logró llevarme a salvo a la
arena de otros amores. Una vez, creí que no saldría del abismo donde resbalé
cuando nos despedimos. Por fortuna, hoy me siento bien, al lado de un hombre
bueno, disfrutando de unas vacaciones frente al mar. Tú, que parecías fundido
en el olvido, brotas así, de repente, en el resplandor de la cabellera del
joven que trota por la playa.
Los recuerdos emergen uno tras otro, con rapidez y claridad
sorprendentes. Tu mirada, tu voz, los besos, el reflejo del sol sobre tus
cabellos… Ni confusión, ni tristeza. Al contrario, me invade una mezcla de
nostalgia y ternura por las cosas lindas que vivimos. Lo demás, poco importa.
Puedo tomarlo como referencia de las situaciones que me ayudaron a crecer. Es
la sabiduría de la madurez, la posibilidad de desechar lo que nos lastima.
Me enamoré de ti. ¿Cómo no hacerlo, si poseías la destreza para enardecer
mis ilusiones? Eras gentil y respetuoso. Yo no tenía la experiencia para
comprender que, en ocasiones, esas cualidades pueden convertirse en una fachada
para atraer jovencitas incautas. Así que, entre versos, canciones y palabras
gratas me dejé atrapar en una relación que imaginé nunca acabaría. Tú,
conocedor de mis debilidades de joven enamorada, me enseñaste a atravesar
caminos desconocidos.
Mi felicidad era épica. Envidiada por mis amigas, me hacías sentir la
mujer más amada del universo. Compartimos momentos inolvidables. ¿Recuerdas
cómo nos reíamos de la vida, del mundo, de nosotros mismos? Que un hombre de tu
edad y con tanta presencia se hubiera fijado en mí, con tan sólo
diecisiete años, era algo que escapaba a la comprensión de los adultos que me
rodeaban, en especial, la de mis padres. No obstante, te mostrabas tan lleno de
buenas intenciones, que apartaron sus reparos. En la soledad de mi cuarto,
entraba en un estado de ensoñación, con las canciones de Los Cuatro de Chile. El
disco que me regalaste y que tú acostumbrabas cantar:
Yo me pondré a vivir en cada rosa
Y en cada lirio que tus ojos miren
Y en todo trino cantaré tu nombre
Para que no me olvides…
Descubrí la verdad: yo no era más que una aventura. A pesar del
desacuerdo con mi corazón, tomé la decisión de terminar contigo. Tú, por
orgullo masculino, no estabas dispuesto a que fuera yo quien se alejara. En ese
momento, comenzó mi perdición. Las llamadas telefónicas, los mensajes que
enviabas con mis amigas, los encuentros casuales... Acudiste a decenas de
razones para explicar tu actitud. Aunque la sensatez trataba de hacerme sorda a
tus palabras, el dolor por la separación me obligó a darte una oportunidad.
Nada fue igual, una
decepción tras otra. Los encuentros clandestinos se sumergían en un
romanticismo de oropel. Triste y desesperada frente a la situación, a las pocas
semanas, en la frialdad de un restaurante y frente a mi determinación de no
continuar, comenzaste a pronunciar un discurso, con el que pretendías
humillarme. No sé de qué manera te miré, que decidiste callar. Sin
embargo, antes de que yo saliera del lugar, dijiste:
—Puedes marcharte, pero te prometo que, aunque no lo quieras y pasen los
años, tú no podrás olvidarte de mí.
Conjuro o maldición, a toda hora, te tenía en mis pensamientos, los
recuerdos no cesaban de pisotearme el alma. En busca de consuelo, acudí a otros
hombres. Sus besos no mermaban mi tormento porque, en ellos, no podía encontrar
los tuyos. Me arropó la peor de las soledades. Entre mis amigos, yo era una
palmera en el desierto; me preguntaba dónde encontrar el sortilegio para
sonreír de nuevo. En la pendiente resbaladiza de mis locuras, una persona
detuvo mi caída. Esa con quien hoy estoy y con quien deseo compartir el resto
de mis días. Nunca le hablé de ti. Te oculté para pretender que no exististe,
intentar acabar con el maleficio de tus palabras o, simplemente, porque no
quise.
Rescaté el deseo de seguir andando. Con el paso de los días entendí que
él no era una boya a que aferrarme, si no un acorazado para cruzar mis
tormentas existenciales. Amé de nuevo, de una forma ajena al romanticismo del
primer amor. En contra de lo que esperabas, volví a ser feliz. ¿Por qué te
cuento todo esto? Para acabar con la fábula de ese romance que me hizo sentir
tan desdichada. Me ha hecho mucho bien comprobar que el agua de los tiempos
diluyó la sabia amarga de nuestro pasado.
La sombra del atardecer se extiende sobre el mar. De cara a tu recuerdo,
sonrío.
—¿Por qué sonríes? —me pregunta mi esposo.
—Por nada—, le contesto.
—¿Por nada? Una moneda por tus pensamientos.
Tomados de la mano, regresamos al hotel. Frente a dos copas de vino, y
como por casualidad, le confío los secretos de mi pasado y le hablo de ti. Sin
tristeza ni nostalgia, sólo suenan como anécdotas de juventud.
Olga Cortez Barbera
No hay comentarios:
Publicar un comentario