Al sonido de la bocina, Estrella tomó la partitura y salió a la calle.
Quería hablarle a Diego, amigo y compañero de clases, sobre el último hallazgo
de sus impulsos rítmicos a altas horas nocturnas. Sin haber dormido, pero
dichosa, llevaba consigo la sonata, a cuatro manos, con la que
pretendía participar en el concurso que consagraba la originalidad
musical. Era posible que Diego, con los argumentos propios del virtuoso del
piano, le pusiera objeciones. A pesar de su juventud, era un maestro en la
interpretación de los autores clásicos del viejo mundo. Las notas de La
Polonesa, de Chopin, Claro de Luna, de Debussy, o el Opus Clavicembalisticum,
de Sorabji, considerada una de las piezas musicales más difíciles de ejecutar,
se deshacían gloriosamente entre el refinamiento de los dedos varoniles. Ese
sentido de excelencia lo trasladaba, además, a las obras de su propia
creación, influenciadas por los compositores de la actualidad. Su último
trabajo era impecable, sin dudas. Propio para el concurso. No obstante, si ella
conseguía que él interpretara su partitura, quizás, considerara esta opción.
Los impulsos se habían hecho persistentes. Por las noches, notas
inverosímiles y voces cadenciosas la despertaban y le hacían salir de la cama. En
el piano, las teclas no se resistían a hilvanar las melodías creadas por la
vena artística. En el conservatorio, los acordes de las flautas de sus
sueños regresaban y le hacían caer en un déjà vu. Se preguntaba de qué época y en
qué lugar los instrumentos de viento interpretaban esa melodía. Antes de
hacerla suya, buscó información y revisó partituras, sin encontrar algo parecido.
Terminó por aceptar que era fruto de su capacidad creadora. Quizás, en una vida
anterior, en vez del piano, ella había aprendido a tocar la flauta.
Algo parecido sucedió con su amigo, el día que fueron presentados:
“Mucho gusto, Diego Cortés Salmerón”. “¡Qué gracioso! Mi nombre es
Estrella Cortés”. Más allá de la afinidad en los apellidos, ella experimentó un
fuerte sentimiento en su interior, como si se conocieran de siempre. ¿Amor a
primera vista? No, era otra cosa; un afecto que no podía desbaratarse en forma
alguna. Con el paso del tiempo, y a pesar de las diferencias entre los dos, se acercaban
cada vez más. Entre bromas, se definían: “Soy blanco peninsular, sifrino y
capitalista”, haciendo, uno, alarde de su linaje europeo. “Y yo, india,
proletaria y socialista”, mostrando, la otra, orgullo por sus raíces étnicas.
Él, sin poder despojarse del racismo atávico, la contradecía: “¡Tú no eres
india!” “¡Sí lo soy!” “¡Que no!” “¡Que sí! ¿Acaso no ves el color de mi piel?”
Tontas discusiones que no eran obstáculos para continuar unidos por la sensibilidad de sus corazones.
Diego desplegó la partitura y lo percibió. Esas notas... ¿Dónde las
había escuchado? ¿En un recital? ¿En Castilla, de donde eran sus progenitores? La
duda le obligó a preguntar:
—¿Estás segura de que son tuyas?
—Creo que sí. He investigado y, hasta ahora, no he podido llegar a otra
conclusión.
—¡Qué extraño! Me parecen familiares…
Sentados frente al piano, el dúo comenzó a interpretar el pentagrama.
Entre bemoles y corcheas, la melodía viajó lejos, por sobre las cordilleras
andinas, guardianes de la ciudad donde vivían, hasta los confines
europeos. En la cima de las montañas españolas supo que debía regresar porque
de allá no era. Colmada de congojas y nostalgias, ajena a la juventud de
los intérpretes, la melodía hurgó sus almas, hasta casi hacerlos llorar. Porque
era una cadencia sublime, arraigada a la memoria espiritual. Conmovido, Diego
preguntó:
—¿Y qué nombre debe llevar?
Estrella recordó las voces nocturnas:
—¡Lo tengo! El lamento de las flautas.
Tres días antes del concierto, llegaron a Ciudad de Guatemala, sede del
Concurso Internacional de Pianistas Nóveles. Los participantes, de todas partes
del planeta, comentaban sobre sus destrezas y conocimientos. La competencia era
exigente. En la oscuridad de la habitación, Estrella dominó su nerviosismo con
un somnífero. En la suya, Diego practicaba, moviendo los dedos sobre
teclas invisibles. Afuera, la fragancia de la lluvia; arriba, la luna
escondida. Dormidos, Diego y Estrella, unidos por la fortuna, soñaron con lo
mismo: Tikal, la ciudad de las voces, los predios de la cultura maya que, por
razones desconocidas y con el mismo ímpetu, desearon conocer algún día.
En la mañana, no tuvieron que pensarlo mucho para comprender que los dos habían sido atrapados
por un arrebato místico que los obligó a abandonar los ensayos de la obra.
Se alejaron de la sede de los conciertos para cruzar, en autobús, el largo
trayecto. En la selva, entre pirámides, ceibas y pavos reales, debían encontrar
la claridad del misterio que los motivó a visitar ese lugar. Descansando en la
plaza principal de Tikal, frente al Templo de las máscaras, cayeron en un
estado de profunda abstracción, entre una mezcolanza de imágenes y resonancias.
Todo iba adquiriendo sentido.
El rumor de los árboles fue vencido por los acordes de las flautas
antiguas. A pesar de la belleza extraordinaria de la melodía, no dejaba de
ser un lamento. Los jóvenes contemplaron una civilización signada por la
desgracia: el ocaso de la cultura maya; el abandono de la ciudad a causa de la
devastación y la sequía; el asentamiento en nuevas regiones y la nostalgia de
los nativos por las épocas de esplendor; la fundación de nuevos pueblos; la
pérdida de las cosechas y el hambre, bajo las miradas indolentes de Ahau Kim, Dios
del Sol, e Ix Chel, la Diosa de la Luna; la llegada de los conquistadores
y la penetración de costumbres, religiones y enfermedades extrañas; la
fascinación por las mujeres del nuevo mundo... Violaciones y esclavitud;
dominio y sumisión. Entre tantos descalabros, algo inconcebible para las élites
que surgían: el amor entre el almirante Diego, pariente de Hernán Cortés, y
Yatzil, Cosa amada, descendiente lejana de Yik´in Chan K´awiil, uno de los
prestigiosos reyes de Tikal…
Aquel amor no tendría la fortaleza suficiente para superar la marejada
de los prejuicios. Diego, bajo la amenaza de perder los privilegios del
almirantazgo, doblegó las promesas a la indígena para contraer nupcias con la
marquesa de Salmerón, bastión de la nueva aristocracia. El orgullo de la sangre
maya logró que Yatzil lo dejara partir sin una queja, ni una lágrima. Pero, no
pudo evitar que el alejamiento del ser amado la sumergiera en la soledad y la
tristeza.
Como succionados por una suerte de implosión cósmica, los pianistas
descendieron en esa época. Ya no eran ellos, sino los niños Itzae, Regalo de
Dios, y Citlali, la dulce Estrella, los hijos naturales de Diego y Yatzil, que
desmenuzaban su infancia tocando las ocarinas. ¿Había nacido, desde entonces,
la vocación por la música? Las vicisitudes y la muerte de su madre, víctima de
la peste, formaron un lazo indestructible de amor fraternal. Juntos podían
enfrentarlo todo. Eran los tiempos antes de que fueran separados en contra de
su voluntad. Citlali, al servicio de la marquesa; Itzae, como esclavo de un
fundo inhóspito de Quauhtlemallan, el lugar de los muchos árboles.
Al despedirse, él le juró a su hermana que haría lo imposible para volver
por ella.
Diego y Estrella llegaron justo a tiempo. Todo era animación en la sala
de conciertos. El lamento de las flautas había adquirido otras dimensiones.
Ellos estaban seguros de que la interpretación sería única, el manifiesto
de una parte de la historia grabada en sus arpegios. Agradecidos de la
oportunidad que les ofrecía el universo, se preguntaron: ¿Cuántas vueltas tuvo
que dar la rueda de la vida? Las suficientes para volverse a encontrar.
Escucharon sus nombres. Ambos estaban listos para concursar.
Olga Cortez Barbera
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