Subía yo las escaleras en el momento en que escapaba, a
través de la puerta abierta del apartamento de mi vecina, el aroma de buñuelos
recién hechos. Muchos años habían pasado desde la última vez que los comí
porque, aquellos que brotaban de las manos de mi abuela, se fueron un día para
no regresar. Me senté en los escalones; el rico olor me invitó a navegar entre
el oleaje de los recuerdos, por las épocas en que mamá y papá viajaban, con sus
hijos a cuesta, para pasar vacaciones con ella. La casa era el centro de
reunión de tíos y primos, y se convertía en una canasta de voces, risas y
juegos, mientras ella, en la cocina, se afanaba en preparar las comilonas que
todos disfrutábamos.
Por muy satisfechos que nos sintiéramos, siempre quedaba
“un huequito” para el postre. El quesillo, el majarete y el arroz con leche aparecían
y cerraban, con “botón de oro”, el almuerzo. Los buñuelos los cocía, por lo
general, en Semana Santa. Días antes, recorría el mercado y compraba la panela
de papelón, el queso y la yuca tierna. El resultado de la combinación de esos
sabores, bañado en miel, lo convertía en algo, verdaderamente, irresistible.
Abuela era una mujer bella, inteligente y de carácter. Venida
de llano adentro y criada en un hato alejado de toda escuela, no aprendió a
leer en la niñez. Eso no fue obstáculo para alguien que había nacido con el
espíritu indomable de las indias de nuestra tierra. Precoz y perspicaz, supo
cómo enfrentar las situaciones que, a temprana edad, le traía la vida.
Acababa de cumplir catorce años cuando el apuesto joven,
hijo de una de las familias acomodadas de la región, se fijó en ella. El
encuentro fue en el pueblo. Ambos quedaron impactados. Él, por la guapa
jovencita. Ella, por hermoso caballo que cabalgaba mi abuelo. A los pocos días,
enamorado y decidido, fue a hablar con los padres de mi abuela:
—Estoy enamorado de su hija y quiero llevarla a vivir
conmigo. Les prometo que, si es la mujer que espero, no dudaré en casarme con
ella.
Abuela estuvo de acuerdo: No deseo ser una campesina
pobre y llena de muchachos, como las que abundan por ahí —pensó—. El
tiempo me hará quererlo. No se equivocó. Lo amó y sólo tuvo que esperar
quince años para que él, convencido de que no hallaría otra igual, y después de
que le hubiera parido la mayoría de sus trece hijos, la desposara.
El matrimonio abrió las puertas en la casa de los suegros
que, hasta ese momento, la habían ignorado. Abuela, entró por ella y, ajena a
los rencores, decidió hacer a un lado la humillación que recibieran sus hijos, por
los inútiles prejuicios.
Para mí, fue especial. Tal vez, por ser la mayor de los
nietos, y cuando consideró que era lo suficientemente grande, me hizo
espectadora, en primera línea, de su fascinante pasado. Entre guisos y postres,
al principio, y en los años finales de la vejez, me abrió, con generosidad, las
compuertas de sus confidencias. Yo, maravillada, la imaginaba muy joven y con
sus dos primeros hijos, montando a caballo y acompañada del leal capataz,
recorriendo los abruptos caminos, hacia el encuentro con el esposo perseguido.
Abuelo era Jefe Civil, en tiempos de dictadura. A la
muerte de Juan Vicente Gómez, un militar que gobernó autoritariamente la
nación, tuvo que huir, como otros, antes de que la población tomara venganza y le
destruyera la próspera hacienda.
Luego de las persecuciones, que lo habían dejado en
bancarrota, abuelo acudió al ingenio emprendedor para volver a consolidar el
bienestar económico de la familia, por lo que abuela esperaba un buen futuro para
sus hijos. La muerte inesperada del esposo le hizo comprender que nada era seguro.
Creyó que, frente a la dolorosa circunstancia, se
fortalecía para enfrentar las adversidades que, seguramente, les preparaba el
destino. Este, sin misericordia, la sacudió de nuevo. Abuela no pudo evitar hundirse
en la desesperación por la pérdida de dos de sus hijas, en un accidente vial.
La devoción a Dios y a la Divina Pastora la ayudó a continuar el camino.
Con la partida del tercer hijo, exclamó:
—¡Dios, ese no fue el acuerdo, al que llegué contigo! ¡Te
pedí no ver morir a otro de mis hijos!
La fe pudo levantarla de nuevo.
Ella era una mujer llena de sorpresas. Le encantaba pasar
vacaciones en nuestra casa y entablar largas conversaciones con mi novio. Eso
le permitía hurgar en su dimensión humana. En una oportunidad, que rompí el
noviazgo y me embargó la tristeza, ella se sentó frente a mí y dijo:
—Deja la peleadera. Él es un buen hombre, no lo dejes escapar.
Pero, así como te digo una cosa, te digo la otra. No es necesario estar casada
para ser feliz. Yo lo fui mucho con tu abuelo, mientras vivimos en concubinato.
Después, cuando nos casamos, ya nada fue igual.
Ella era un compendio de conocimientos otorgados por sus
experiencias, por “la Escuela de la vida”, como decía. Cada vez que hablaba, me
empujaba a querer saber más, sobre esa parte de su pasado que se combinaba, en las
profundidades de mi alma, con sus realidades y mis fantasías. No deseo que quede
en el olvido.
En su afán por expandir su visión más allá de sus
horizontes, se dispuso a desenredar el significado de la palabra escrita. Fue
grande mi asombro cuando, una tarde, la encontré leyendo el periódico:
—Nieta, ¡aprender a leer me abrió un mundo nuevo!
Más que los arrumacos propios de las abuelas, a nosotras
nos unían las fibras de la confianza y el entendimiento. Su amor se manifestaba
de otra manera, en pequeñas complicidades y concesiones. Apenas llegábamos a su
casa, luego del largo viaje, me llevaba a la habitación o a la cocina para
decirme, en un susurro:
—Ahí te tengo guardados las caraotas y el dulce de leche,
que tanto te gustan.
Los buñuelos de mi Abuela…
¿Por qué eran los mejores? Porque llevaban un ingrediente
más: el almíbar del mutuo amor, que no tuvo necesidad de ser gritado a los
cuatro vientos para demostrarlo.
Olga Cortez Barbera
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