Escuché la carcajada y
supe quién era. Lo busqué entre la multitud que, después de la jornada,
iba tras una cena en sosiego. Yo, varios años jubilada, volvía de un paseo interrumpido por el bullicio de la calle. Deseaba llegar pronto a
casa para sumergirme en el rito de la viudez, eremita entre libros y recuerdos.
La carcajada lo impidió. No muy lejos estaba él, con los mismos ademanes, ahora
obsoletos, sin darse por enterado de que existía una brecha entre el hoy y su
remota juventud. Frente a la vitrina de una marroquinería, una joven, con
dermis de durazno sedoso, le señalaba una cartera. Debe
ser una hija, o una nieta, pensé. Pero cuando él puso los ojos
sobre ella, reviví aquella mirada que me hizo cruzar tantas veces el adorable
puente de los ensueños, travesías que me llevaron a recrear un
cosmos que fuera, luego, destrozado por el desengaño. Entraron a la tienda. Me
quedé, oculta tras un quiosco y hojeando una revista tomada al azar,
preguntándome si un regalo suplía la diferencia de edades y compraba un
romance, y si era la curiosidad lo que me retenía.
¿Era prejuicio? ¿Acaso no
podía ser ella su esposa? La primera, la cuarta… qué sabía yo. Quizás, aquel
hombre que usaba poesías para vencer resistencias, pudo abandonar su estilo de
relaciones sin compromisos. No asumo responsabilidades, me
dijo, alguna vez…
Se empeña una en olvidar
y jura que, al fin, lo ha logrado. El primer amor, a quien lo da, es campo
abierto, lago diáfano, inocencia. Un hacedor de fantasías. A quien lo recibe,
puede ser igual o convertirse en hiedra que atrapa, en mal herbaje que maltrata
el campo abierto. Lo entendí el día en que él abandonó la habitación de mis
ilusiones. No lento y con pasos afelpados para no despertarme de
repente, sino como un rayo que destruye y trae pesadillas. El dolor
atravesó el alma y me hundió en el desinterés por las cosas gratas de la
vida. Ese mismo dolor me dio el ímpetu para buscar de nuevo la luz. Al
encontrarla, convertida en otra forma de amar, plena y reflexiva, encontré la
paz. Poco a poco, olvidé. Hasta este momento...
Salieron de la tienda.
Para ellos, los sonidos del atardecer eran una indiferente melodía,
hundidos en esa complicidad que yo conocí tan bien. Él acomodó el brazo sobre
los hombros. Le decía cosas al oído, como antes conmigo. Entonces,
una especie de sortilegio hizo que ese brazo también me arropara: la luna, el
cantar de las ranas y los grillos, el olor de su cuerpo y la pasión desbordada.
Fe con sabor a besos y a eternidad. Ante la remembranza, un flujo de sidra
caliente recorrió mis venas. Comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, el
recuerdo se había mantenido latente. Ahora, se levantaba para darme la
estocada.
Caminaban ajenos a su
entorno. Seguramente, hacia el confort del hogar. La casa anhelada, la familia.
No me faltaron tragos, rockolas o mariachis, para volverme ebria de nostalgia. Me abrumó la envidia, hasta que se extraviaron tras la puerta de un
hotel de ocasión. Se me pasó la embriaguez. Sentí tristeza. No por mí, por
ella. Supuse que, cuando hubiera fenecido el capricho masculino, igual que a
mí, ella sería ignorada, como un sombrero olvidado, así nada más.
Olga Cortez
Barbera
Imagen: 123rf
Derecho de autor: vvoennyy
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