domingo, 14 de julio de 2019

DON EUGENIO

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—¡Menos mal que ya se va!—, gritó un vecino desde la ventana.

El aludido levantó la mano cerrada e irguió el dedo medio; obscenidad minúscula frente a las que solía responder, porque “el genio de Don Eugenio” no le daba freno a una lengua que, en ocasiones, podía herir más que un estilete. Nada más ayer, como preámbulo a su partida, soltó una caterva de insultos, ajena a la más elemental norma de convivencia. Todo porque el señor Figuera se había enterado de que el cascarrabias se mudaba.
Por ganarse algún dinerito, que siempre le faltaba, o por colaborar con la paz que traería la ausencia del personaje en el vecindario, decidió ofrecerle su camión para la mudanza. Al recordar la fama legendaria, tocó a la puerta, con recelo y cierto temor. Pero, se preguntó: ¿a quién puede molestar una muestra de solidaridad? A Don Eugenio, quien, de inmediato, increpó al supuesto samaritano, calificándolo de metiche y estúpido. ¿Acaso le había solicitado sus servicios?
—¡Claro que no, mi amigo!—, le contestó el señor Figuera, sorprendido.
¿Amigo? Como si hubiera sido la palabra más ofensiva del mundo, los agravios, cual aguas de un río desbocado, se precipitaron por la calle y atravesaron las paredes de las casas próximas, sin importar que la curiosidad se asomara por las puertas, ni que la gente se detuviera a observar el espectáculo. El señor Figuera, acudiendo a una tolerancia inexplicable, promovida, quizás, por los principios de respeto al anciano, sólo oía, a pesar de que algunos le animaban a responder. Los miró y dijo:
—Tranquilos, nada más deseaba ayudar.
Se alejó con sus pasos desiguales. Lo que se oyó, a continuación, dejó boquiabiertas a todos:
—¡Mejor es que te vayas, cojo imbécil, que no necesito de nadie!
Recuerdo cuando apareció en nuestras vidas. Un día, después de clases, lo vi en el jardín de la casa que estuvo mucho tiempo deshabitada. La curiosidad me hizo sentarme en la acera para ver a mis nuevos vecinos, pero sólo llegó una caravana de muebles. Mamá me dijo que, posiblemente, los niños y su madre llegarían después. Nunca lo hicieron, así que nos acostumbramos a la presencia de aquel hombre silencioso y solitario que desechó toda muestra de hospitalidad:
—Disculpe usted, por los momentos, no dispongo de tiempo para relaciones públicas.
La comunidad le hizo la cruz.
A medida que pasaba el tiempo, el hombre, una vez distante, se fue convirtiendo en un ser huraño y, de cierta manera, despreciable. Los niños, acostumbrados a jugar pelota en la calle, no escapaban de la arenga por el ruido que hacían y no le dejaba dormir. Acostumbrado a espiar detrás de las persianas, no esperaba para reclamar, en forma airada, si a alguno se le ocurría descansar apoyándose en su carro. Y era mejor que a nadie se le ocurriera estacionar en el espacio vacío, cuando él tenía que salir. Se hablaba sobre rayones y cauchos desinflados en los vehículos de quienes lo ignoraron.
Una vez lo vi reír, sentado en el porche, acompañado por un hombre que, presumí, era su amigo. Charlaban y bebían, mientras escuchaban canciones, para mí, muy antiguas. La curiosidad, siempre cómplice de la niñez, me obligó a acompañarlos, oculta en el jardín de mi casa, hasta que tuve que entrar para cenar. Una vez en la cama, me dormí, sin importar que la música sonara, cada vez, más alto. El escándalo me sacó del sueño. Improperios iban e improperios venían. Al final, la frase sarcástica y lapidaria:   
—Para lo que me sirve tu amistad…
Don Eugenio acabó por hundirse en el ostracismo; sus vecinos, en las suposiciones más desequilibradas. No obstante, cuando la supervivencia lo enviaba a tierra, no desaprovechaba para derramar su amargura sobre cualquier mortal que se le atravesara. Quien lo conocía, ni le miraba. Yo casi muero del susto cuando, empujada por las circunstancias, tuve que entrar a su casa.
El gato estaba herido y moribundo. Agonizaba en un rincón del jardín. Mis padres habían salido. Lo levanté con la idea de llevarlo a casa de una de mis amigas, aunque tuviera prohibido alejarme cuando me dejaban sola. Es más, no debía estar afuera, ni siquiera en el jardín. El pobre animalito, apenas, maullaba. A punto de salir a la calle, escuché la voz de Don Eugenio:
—Está muy mal. Si no se atiende, morirá. Ven para que pueda revisarlo.
Recordé todo lo que se decía de él. Pudo más la angustia por el gato, que mi miedo por el vecino energúmeno; me venció esa curiosidad que se empeñaba en no abandonarme. Entraría a ese mundo misterioso que imaginaba, de mil maneras, desde la ventaba de mi habitación.  Fuimos directo al patio.
—Con la luz del sol puedo ver mejor— dijo —, tiene una pata fracturada. Espera aquí, voy por unas vendas.
Lo vi ir y venir, jurungando en la caja de primeros auxilios. Para mi sorpresa, él le hablaba al gato, como si éste pudiera entenderlo. Algo pudo, porque salió de su letargo para lamer la mano de quien lo curaba. El cascarrabias parecía otro hombre; no había motivos para temer. Cuando terminó, preguntó:
—¿Te parece que se quede aquí? Hasta que sane, digo yo.
Con la mejor sonrisa, respondí:
—¡Claro! En casa no me dejarían tenerlo.
Cuando creí que ya éramos amigos, con el rostro nuevamente enfurruñado, dijo:
—No le cuentes a nadie que estuviste aquí, menos, que curé al gato. Ni creas que no me daré cuenta de que has hablado. Te estaré vigilando. No quieres que le pase algo a tu mamá, ¿verdad?
Despavorida, salí corriendo de esa casa y entré a la mía. ¡Me amenazó con lastimar a mamá! Todos tenían razón: Él era un hombre malvado. Tiempo después, tropezamos con él, a la vuelta de una esquina. Con su característica gentileza, mamá lo saludó:
—¡Buenos días, Don Eugenio!
—¡No sé qué tienen de buenos!—respondió.  
No me gustó que la tratara de esa manera.
—Ese señor es un mal educado, mamá. No lo saludes. La gente dice que es un hombre muy malo…
—Hija, no lo juzgues. ¿Quién sabe cómo lo ha tratado la vida?
Quise contarle el episodio del gato. La sola idea de que me castigara por haber desobedecido, unida a la amenaza proferida por él, aquella tarde, me hizo desistir. Los años y la universidad me hicieron pasar a otras cosas. Ahora estoy aquí, contemplando la casa vacía, después de que Don Eugenio cargara la camioneta con sus pocas pertenencias y sus materos; luego de que, a la manera de un Hamelin sin flauta, le siguiera la hilera de gatos que trepó al asiento delantero.
Mi memoria se activó. Apareció, de pronto, el recuerdo de la casa de Don Eugenio: las fotografías limpias de una vida anterior, de una mujer hermosa con un niño entre los brazos, en medio de una sala triste y descuidada; las matas frondosas, resplandecientes bajo el sol de aquel verano; el canto de los canarios en las gigantescas jaulas; los gatos que ronroneaban, evidentemente, bien alimentados, mientras que Don Eugenio, con una ternura desusada, vendaba la pata del gatito callejero…
Y se fue, sin dar ni recibir una palabra amable, una sonrisa, ni tan sólo un “que le vaya bien”, aunque fuera por cubrir las apariencias. ¿Se lo merecía? ¿Era tan difícil romper la barrera? Si alguien hubiera puesto suficiente voluntad… O mejor, si yo, en vez de asustarme, le hubiera preguntado, con la curiosidad que me caracterizaba, por aquellas fotos... O contado a mamá el mundo secreto que Don Eugenio me permitió ver aquel día, es posible que, a través de ella, hoy el juicio fuera otro. Porque de una cosa estoy segura, no puede haber maldad en el alma de quien cuida a otro ser vivo.

Olga Cortez Barbera       

Imagen: FreeImages.com

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