Duden de todo. Encuentren su propia luz.
Siddhartha Gautama Buda
Y
como si fuera poco, el mal tiempo. Una lluvia que le empapaba el desánimo, más
que la vestimenta. El hombre caminaba ajeno al tráfico, a las bocinas, al
desespero de la gente por subir a los autobuses. Quería sofocar el iceberg que
le quemaba las entrañas, bebiendo, como ya era costumbre, en un bar. Palpó los
bolsillos… ¡Nada! Las últimas monedas se las había dado, unos minutos antes, a
una niña que gritaba, en silencio, su miseria. Se preguntó si no era mayor la
suya. Además de la tragedia sufrida, lo habían despedido del trabajo, sin el
menor rasgo de piedad. Los amigos de siempre, cansados de ver su abatimiento y sin
saber que más decirle, terminaron por darle espacio para el duelo. Víctima de
la incomprensión, el hombre sentía que el mundo no era más que un globo lleno
de injusticias. Continuó caminando sin brújula, esquivando las veredas que lo
llevaban a su casa, al antro de la soledad.
En
un alero, decidió refugiarse. Lamentó el exilio de la rutina diaria, de aquel caos
citadino que cruzó tantas tardes para llegar al hogar donde no siempre imperaba
el sosiego. ¡Qué baladíes le parecían ahora las riñas domésticas y los
escandalosos juegos de los hijos que no le permitían deshacerse del cansancio
laboral! Sin embargo, era feliz. ¿Acaso no merecía serlo? La vida no era un
malvavisco. Lo aprendió en la niñez, entre las rudezas del orfanato, donde tuvo
que sobrevivir a los desafueros del más fuerte. Aferrado al lugar común, Si la vida te da limones haz limonada, una
vez lejos de aquel sitio, logró integrarse a la sociedad, convertido en un individuo
de bien.
Un
señor, maletín en mano, se detuvo a su lado:
—Casi
no llueve—comentó.
El
hombre lo ignoró, fastidiado por la interrupción del curso de sus pensamientos.
Observó que era un predicador; lo menos
que deseaba era una perorata sobre la palabra santa.
—¡Qué
bueno, en poco, deja de llover!—insistió.
Algo
había que reconocerle a los predicadores, la obstinación frente a la poca receptividad
de los transeúntes.
—¿Le
importaría dedicarme unos minutos?
No
se molestó en contestar. Con desdén patricio, tomó el folleto que el señor le
entregaba. Total, ¡no tenía qué perder!
—¿Sabe
usted que estamos en las vísperas del final de los tiempos? Es hora de
regocijarnos en la Biblia. Jehová espera por ti, y por todos aquellos que
busquen el conocimiento, para ofrendar las bondades de la vida eterna. En el paraíso
conocerás la felicidad verdadera. No habrá sufrimientos ni carencias. Disfrutarás
de armonía y paz infinitas…
—¡Sí,
cómo no!
—¿Lo
duda? Si usted lee este folleto, hallará textos e ilustraciones sobre lo que
les espera a quienes sigan fielmente la palabra. De otra forma, será imposible.
—¿El
fin de los tiempos, dice usted?
—Umjú,
¿no se da cuenta de cómo se hunden las sociedades en la inmoralidad y la
corrupción? Próximo está el momento de ponerles coto, de vencer a Satanás. Si
lo duda, lea las sagradas escrituras y comprobará que las profecías, allí descritas,
se han venido cumpliendo una a una.
¡Bah!
El fin podía ser muchas cosas y de distintas maneras, no sólo con la muerte.
Cansado del parloteo, se despidió con la promesa de ir tras la sabiduría
bíblica, aunque ambos vislumbraban que la promesa escaparía, de inmediato, al
olvido. El hombre, sin otra cosa que lo motivara, se sumergió en divagaciones
sobre lo que había escuchado. Qué extraño era el Dios del que le había hablado
ese señor. El padre que envió al hijo a la cruz para que los mortales
recibieran el perdón de sus pecados y la vida eterna; “siguen pecando”. El ser
que se preparaba, desde siglos atrás,
para vencer al diablo, responsable de la anarquía terrenal; “¿cuánto más habrá
que esperar?” Aquel que ofrecía el paraíso a quien encontrara el camino de la salvación
espiritual. “Pues, esperando quedará porque, como marcha el mundo, su intención
terminará esfumándose”, pensó, preso del sarcasmo.
Hoy
todo era más fácil y accesible, gracias a los avances de la ciencia y la
tecnología. En consecuencia, en vez de hombres y mujeres menos pecadores, la
perversión alcanzaba expresiones insospechadas. ¿Había diferencia entre las
bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los misiles inteligentes de hoy, y las fosas de los leones, durante el imperio
romano? Sí, las bombas y los misiles contaban con grados de mayor sofisticación.
El espíritu se cubría con capas de barniz, cada vez más densas. Bastaba con ver
la hipocresía de la gente que iba a los templos, con una vela en una mano y un
garrote en la otra; o encender el televisor para darse cuenta del caos planetario
que obligaba a conjeturar sobre el atraso legendario del triunfo del bien sobre
el mal.
¿Existía
Dios o, en todo caso, hacia dónde dirigía la mirada frente al dolor humano? Habría
que preguntarle a un padre somalí, con el hijo moribundo en brazos, casi vuelto
osamenta, rodeado por las moscas de la pobreza y el abandono; a una madre del
medio oriente, con el fruto de sus entrañas mutilado por una guerra que no
buscó o, simplemente, a él, ahora que poseía los argumentos suficientes para
opinar. ¿Blasfemias? No lo consideraba así. Se afirmaba que el todopoderoso
había creado a los hombres a su imagen y semejanza. Gozaban de los dones de la
razón y los sentimientos, a modo de que se le diera buen uso al libre albedrío.
No obstante, los mandamientos se seguían violando, como si fueran letras
muertas. En la anarquía existente, no era extraño que la vida fuera un
infierno.
Hubo
un tiempo en que creyó en Él, mucho después de aquel orfanato ajeno a la compasión.
En aquel ambiente lóbrego, la divinidad no pasaba de ser un cuento. Sin
embargo, la luz de la esperanza comenzó a iluminarlo cuando la joven hermosa y
sensible aceptó a casarse con él. Luego, con la llegada de los hijos, la fe escaló
nuevas dimensiones. Se sentía bendecido; por lo que, cada noche, antes de
entregarse al sueño, elevaba palabras de gratitud. La fuerza de los
acontecimientos, destruyó de un estacazo, sus convicciones. Qué tonto había
sido en depositar su confianza en un dios que, evidentemente, nunca había
existido.
Lo
entendió al recibir la noticia; lo confirmó en la audiencia, cuando el juez
falló a favor de los argumentos torpes del séquito de abogados. El acaudalado
empresario no era responsable del despiste de la mujer, al cruzar la calle con los
dos niños. Se ignoraron las declaraciones de los testigos y las pruebas de las imágenes
que mostraban el semáforo en rojo para los vehículos, en el momento en que el empresario
conducía el Ferrari, a gran velocidad. No fueron aceptadas, por los miembros
del tribunal, las evidencias de la parte acusadora. El prestigioso contribuyente
de las instituciones educativas y de las obras de caridad, no había salido esa
mañana con la intención de atropellar a los miembros de la comunidad”. El
hombre, invadido por la impotencia y obligándose a controlar los deseos de
venganza, que no le devolverían su familia, tuvo que enfrentar la nueva
realidad: renegando de la justicia, tener que respirar sin sentido...
El
predicador había disertado sobre el fin de los tiempos. El hombre pudo haberle
dicho que no malgastara los suyos con alguien que estaba casi muerto, sumergido
en la certeza de una existencia que no merecía ser cruzada, donde el diablo era
el ser humano y el infierno la vida misma. Más allá de esta, no había paraísos ni reencuentros celestiales. Nadie
había regresado para contarlo. Desechó la idea de hablarle sobre lo que le
rondaba el pensamiento. No necesitaba una arenga sobre el suicidio, sobre todo
cuando era él, y no el predicador, quien cargaba un corazón vuelto una masa lacerante
que no dejaba de latir. Sintió envidia de aquella persona asida a un credo que
le era suficiente para remontar las horas adversas. A él le habían aplastado la
fe. Sin cielos que contemplar, siguió caminando, maldiciendo su suerte. En tanto decidía en qué puente arrojar su
destino, dijo: No necesito buscar mi
propia luz, ni quiero doblegar la intención de acabar con todo de una buena
vez, pero… si existes y si peco por despreciar la vida, entonces, tú que todo
la sabes y puedes ver lo atormentada que llevo el alma, acudo a tu clemencia
infinita para que me comprendas y no me condenes.
Olga Cortez Barbera
Imagen: Mariposadel67
Crédito de foto: Sureeyapon Sri-ampai
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