En el
faro y con la mirada vagando sobre las aguas del Muir Éireann, Margarita
recordó la leyenda de El brujo de Kilkenny, que había leído en la niñez: A la tienda del brujo llegaron un joven
guerrero y la hija del cacique, la joven más hermosa de la tribu, para pedirles
un conjuro que les garantizara permanecer juntos por siempre. Con ese fin, el
brujo pidió a la mujer escalar el monte al norte de la aldea y cazar el halcón
más hermoso. Al hombre, escalar la montaña del trueno y atrapar a la más brava
de las águilas. La pareja, por conservar el amor eterno, salió a cumplir la
encomienda… Margarita sonrió. En el pecho, las plumas de la nostalgia.
Añoró el
tour de recién casada en aquellas tierras; el recorrido por los paradisíacos
poblados de Irlanda. Con ese viaje, Andrés le había hecho disfrutar de la
magia. Por mucho tiempo, ella conservó la ilusión de visitar aquella región
plagada de duendes, hadas, dioses y héroes de la mitología celta. En diferentes
ocasiones, pidió ese viaje a sus padres: en las vacaciones infantiles, para
celebrar los quince años y al culminar los estudios de secundaria. No hubo
cómo. Esa ilusión se fue hundiendo bajo el oleaje de la dinámica existencial,
hasta que escuchó las palabras del futuro esposo: Amor, ¿dónde quieres que
pasemos la luna de miel?
Llegaron,
bajo un atardecer de bronce, a Dublín. Más que el cansancio del viaje o la baja
temperatura, fue la hoguera corporal lo que los obligó a encerrarse en la
habitación del hotel ubicado en una de las avenidas más importantes, la
O´Connel Street, repleta de gentes, comercios y monumentos. Después de esa
noche, bajo el sol o la lluvia, todo fue una aventura. Cómo olvidar las caminatas por la Henry Street
o las librerías de la Nort Great George; el Museo de Arte Moderno, el Barrio
Georgiano o el paseo junto al río Liffey; la música folklórica y la danza
irlandesa, interpretada en perfecta sincronía; el Dick Mack´s Pub, abigarrada
barra y cuenca de bohemios, políticos y turistas; el delicioso Irish Breakfast
acompañado de la espumosa Guinness... El encanto iba más allá de esa ciudad. Se
podía respirar en Howth, pequeño pueblo pesquero de fascinantes leyendas, Moher
y sus impresionantes acantilados, los murales de Belfast que proclamaban la
historia reciente de Irlanda del Norte. Pero el hallazgo de sus ensueños de
niña emergió en Kilkenny, entre sus catedrales, castillos y abadías; en los
parques y en cada piedra medieval, detrás de las cuales los leprechauns de los
bosques circundantes ocultaban, quizás, sus vasijas de barro llenas de oro.
El
viaje pudo haber sido impecable, si ella hubiera dejado en casa los celos que
enturbiaron, muchas veces, el corto noviazgo. Por fortuna, las cosas no iban a más. Si ella
armaba una escena por cualquier mirada que le pareciera sospechosa, Andrés
acudía a la paciencia y aplacaba las tormentas a fuerza de besos y caricias.
Margarita
pensó que el matrimonio sería suficiente para terminar, de una vez por todas,
con lo único que amenazaba su estabilidad emocional: la desconfianza. Sin
embargo, en el avión, bastó la sonrisa de propaganda de pasta dental de la
azafata para volver a lo mismo. Así sucedió con cada mujer al paso, en el
hotel, las tiendas o cualquier lugar. Él, cansado ya de tanto dar
explicaciones, no lo pudo evitar: Si vas a seguir con eso, mejor
regresamos. Cuando vio la cara que ponía su esposa y las lágrimas a punto
de brotar, se conmovió. Por eso, en un arranque de emotividad; frente al altar
de la Black Abbey de Kilkenny, la abadía católica, le juró, una vez más, fidelidad.
Margarita opinaba que los juramentos se habían creado para romperse; sin
embargo, se aferró a él para tranquilizarse.
Luego
del viaje, durante algún tiempo, ella trató de controlarse. Las compañeras de
trabajo no lograban entender qué cosas veía en Andrés, hombre cincuentón,
pequeño, ancho, poco atractivo y quince años mayor que ella para celarlo tanto.
Frente a estos comentarios, escondía bien su secreto. Si lo dejaba escapar,
corría el riesgo de despertar la curiosidad de aquellas cazadoras en constante
búsqueda de una relación sentimental. Solteras o divorciadas que aún no
habían tropezado con el hombre de su vida. A medida que las líneas de expresión
se expandían, importaba menos lo calvo o casado. Si a ella se le ocurría
contarles que, además de caballeroso y romántico, Andrés poseía una destreza
amatoria extraordinaria, superior a la de los novios tonificados e inmaduros
del pasado, no dudaba de que trataran de atraparlo.
No
fueron sus compañeras laborales, sino otras, las que la hicieron reincidir.
Como la secretaria de busto hecho y falda corta. No importó que Andrés le
asegurara que entre ellos sólo existía una relación profesional. La
pobre fue despedida. O la manicurista atrevida. Mientras le pintaba las
uñas, no perdía la oportunidad de coquetear, nada más verlo entrar al salón: “Andresito,
usted siempre tan elegante”. Los celos eran un alacrán en las entrañas.
Cambió de salón de belleza. Entonces, atravesaron
un período de paz.
Se
mudaron a una nueva casa. Frente a ella vivían dos hermanas, acostumbradas a curiosear
por la ventana. Ya no esperaban el tranvía que las alejara de la soledad. Para
rellenar el vacío de sus existencias, se conformaban con observar y criticar
los vaivenes de los vecinos:
—La
Sarita llegó, ¡otra vez!, de madrugada.
—¡Y con
nuevo hombre! Estás muchachas de hoy...
—¡Mira,
nada más, cómo va Don Manuel!
—Seguro
que se gasta el sueldo en borracheras.
—¿Te
fijaste que Julia se pintó los cabellos?
—¡Qué
ridiculez! Ella cree que le queda muy lindo. ¿Acaso no tiene espejo?
Hilando
comentarios, esperaban el ocaso. Para Margarita, las hermanas eran como un
ornamento más de la calle. Se las tropezaba a todo momento. En los primeros
tiempos, agradeció la afabilidad de aquellas señoras que la abrumaban con
bizcochos y pastelitos. Pero cuando percibió que el interés era averiguar qué
pasaba en su vida personal, y se dio cuenta de la tendencia a la crítica
y al chismorreo, buscó excusas para recibirlas cada vez menos. Ofendidas, las
hermanas no volvieron.
Margarita
se convirtió en la víctima del ocio y el resentimiento. No desperdiciaban
ocasión para lanzar sus saetas a través de la calzada que las separaba.
Margarita hacía caso omiso, saludándolas con la mano. Reza la cita: “La gota
horada la piedra, no por su fuerza, sino por su constancia”. A la última
gota, ellas le pusieron nombre: Nicolette, una joven estudiante.
—Margarita,
¿qué te parece nuestra nueva vecina?
Al
llegar del trabajo, las hermanas comentaban, en voz alta, todo lo que se les
ocurría sobre los atributos de Nicolette. Como ella las ignoraba, comenzó la
retahíla de comentarios mal intencionados: “Hay mujeres que cuidan más el
trabajo que al marido...”. “El que tiene tienda que la atienda...”. “Para
algunos, es más bonito el jardín ajeno...”
Margarita
las ignoraba, hasta que una tarde no pudo más:
-Por
todos los cielos, ¡¿ustedes no se cansan?!
A lo
que le respondieron:
—Ay,
mijita, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Sintió
la espina. La verdad, a ella no le pasaban desapercibidas las miradas de los
hombres cuando Nicolette, con pantalones ajustados y libros en brazos, tomaba
rumbo a la universidad. Hasta los momentos, no había atrapado a Andrés en lo
mismo. No obstante, la rondaba la intranquilidad. A él le había dado por
llegar temprano a casa, arreglar el jardín y dar largas caminatas por la
urbanización: Un poco de ejercicio no me cae mal. ¿Algo
concreto para recelar? No. ¿Qué se le escapaba? Lo que habían visto las
hermanas. Decidió enfrentarlo. Era imposible respirar con la duda mordiéndole
la cordura. Andrés, con la paciencia que le caracterizaba, fue respondiendo
cada una de las preguntas: “Sí, es bonita…, tú lo eres más” “No, ella
no me interesa; son chismes de vieja, ¿acaso, no te das cuenta?...” “Sí,
la saludo cuando la veo; y sí, el otro día le hice el favor
de llevarla…”. Margarita, con los demonios sueltos, imaginó las más
eróticas escenas de la traición. Con maleta en mano, abandonó el hogar.
Ahora
estaba allí, deprimida y sola, a miles de kilómetros, con la tortura de las
decisiones erradas. Volvió a la leyenda: La
joven y el guerrero sacaron de las bolsas las aves capturadas. El brujo les
ordenó que las atara, entre sí, por las patas y que, después, las soltara. El
águila y el halcón intentaron levantar vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse
el en el piso. Irritadas por la incapacidad, se lastimaron a picotazos. El
brujo dijo, entonces: Este es el
conjuro. Jamás olviden lo que han visto. Son ustedes como un águila y un
halcón; si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán
arrastrándose, sino que, además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse uno
al otro. Si quiere que el amor entre ustedes perdure, vuelen juntos, pero jamás
atados.
Surgieron
las preguntas: ¿Para qué tantas peleas? Si ella entendía que el matrimonio era
un compromiso, y el amor, confianza y retribución, respeto a la individualidad,
¿por qué insistía en adoptar una actitud que les causaba tanto malestar? ¿Podía
acabar con sus inseguridades? Bajó del faro con aires de esperanzas y con el
deseo de llegar pronto a Kilkenny. Si Andrés la amaba de veras, tendría
que haber recordado lo que ella le pidió para el aniversario de bodas. Lo imaginaba
en pleno vuelo, carismático, respondiendo a las sonrisas de las azafatas. ¡Qué disfrutaran
de esa galantería circunstancial! A fin de cuentas, él era suyo. Sonrió. Lo esperaría
en el hotel, en la misma habitación del castillo donde ella le había prometido
amarlo hasta el final.
Olga Cortez Barbera
Imagen: selenitaconsciente.com
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