sábado, 11 de marzo de 2017

EL HALCÓN Y EL ÁGUILA

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En el faro y con la mirada vagando sobre las aguas del Muir Éireann, Margarita recordó la leyenda de El brujo de Kilkenny, que había leído en la niñez: A la tienda del brujo llegaron un joven guerrero y la hija del cacique, la joven más hermosa de la tribu, para pedirles un conjuro que les garantizara permanecer juntos por siempre. Con ese fin, el brujo pidió a la mujer escalar el monte al norte de la aldea y cazar el halcón más hermoso. Al hombre, escalar la montaña del trueno y atrapar a la más brava de las águilas. La pareja, por conservar el amor eterno, salió a cumplir la encomienda… Margarita sonrió. En el pecho, las plumas de la nostalgia.
Añoró el tour de recién casada en aquellas tierras; el recorrido por los paradisíacos poblados de Irlanda. Con ese viaje, Andrés le había hecho disfrutar de la magia. Por mucho tiempo, ella conservó la ilusión de visitar aquella región plagada de duendes, hadas, dioses y héroes de la mitología celta. En diferentes ocasiones, pidió ese viaje a sus padres: en las vacaciones infantiles, para celebrar los quince años y al culminar los estudios de secundaria. No hubo cómo. Esa ilusión se fue hundiendo bajo el oleaje de la dinámica existencial, hasta que escuchó las palabras del futuro esposo: Amor, ¿dónde quieres que pasemos la luna de miel?
Llegaron, bajo un atardecer de bronce, a Dublín. Más que el cansancio del viaje o la baja temperatura, fue la hoguera corporal lo que los obligó a encerrarse en la habitación del hotel ubicado en una de las avenidas más importantes, la O´Connel Street, repleta de gentes, comercios y monumentos. Después de esa noche, bajo el sol o la lluvia, todo fue una aventura.  Cómo olvidar las caminatas por la Henry Street o las librerías de la Nort Great George; el Museo de Arte Moderno, el Barrio Georgiano o el paseo junto al río Liffey; la música folklórica y la danza irlandesa, interpretada en perfecta sincronía; el Dick Mack´s Pub, abigarrada barra y cuenca de bohemios, políticos y turistas; el delicioso Irish Breakfast acompañado de la espumosa Guinness... El encanto iba más allá de esa ciudad. Se podía respirar en Howth, pequeño pueblo pesquero de fascinantes leyendas, Moher y sus impresionantes acantilados, los murales de Belfast que proclamaban la historia reciente de Irlanda del Norte. Pero el hallazgo de sus ensueños de niña emergió en Kilkenny, entre sus catedrales, castillos y abadías; en los parques y en cada piedra medieval, detrás de las cuales los leprechauns de los bosques circundantes ocultaban, quizás, sus vasijas de barro llenas de oro.
El viaje pudo haber sido impecable, si ella hubiera dejado en casa los celos que enturbiaron, muchas veces, el corto noviazgo.  Por fortuna, las cosas no iban a más. Si ella armaba una escena por cualquier mirada que le pareciera sospechosa, Andrés acudía a la paciencia y aplacaba las tormentas a fuerza de besos y caricias.
Margarita pensó que el matrimonio sería suficiente para terminar, de una vez por todas, con lo único que amenazaba su estabilidad emocional: la desconfianza. Sin embargo, en el avión, bastó la sonrisa de propaganda de pasta dental de la azafata para volver a lo mismo. Así sucedió con cada mujer al paso, en el hotel, las tiendas o cualquier lugar.  Él, cansado ya de tanto dar explicaciones, no lo pudo evitar: Si vas a seguir con eso, mejor regresamos. Cuando vio la cara que ponía su esposa y las lágrimas a punto de brotar, se conmovió. Por eso, en un arranque de emotividad; frente al altar de la Black Abbey de Kilkenny, la abadía católica, le juró, una vez más, fidelidad. Margarita opinaba que los juramentos se habían creado para romperse; sin embargo, se aferró a él para tranquilizarse.  
Luego del viaje, durante algún tiempo, ella trató de controlarse. Las compañeras de trabajo no lograban entender qué cosas veía en Andrés, hombre cincuentón, pequeño, ancho, poco atractivo y quince años mayor que ella para celarlo tanto. Frente a estos comentarios, escondía bien su secreto. Si lo dejaba escapar, corría el riesgo de despertar la curiosidad de aquellas cazadoras en constante búsqueda de una relación sentimental. Solteras o divorciadas que aún  no habían tropezado con el hombre de su vida. A medida que las líneas de expresión se expandían, importaba menos lo calvo o casado. Si a ella se le ocurría contarles que, además de caballeroso y romántico, Andrés poseía una destreza amatoria extraordinaria, superior a la de los novios tonificados e inmaduros del pasado, no dudaba de que trataran de atraparlo.
No fueron sus compañeras laborales, sino otras, las que la hicieron reincidir. Como la secretaria de busto hecho y falda corta. No importó que Andrés le asegurara que entre ellos sólo existía una relación profesional. La pobre fue despedida. O la  manicurista atrevida. Mientras le pintaba las uñas, no perdía la oportunidad de coquetear, nada más verlo entrar al salón: “Andresito, usted siempre tan elegante”. Los celos eran un alacrán en las entrañas. Cambió de salón de belleza.  Entonces, atravesaron un período de paz.
Se mudaron a una nueva casa. Frente a ella vivían dos hermanas, acostumbradas a curiosear por la ventana. Ya no esperaban el tranvía que las alejara de la soledad. Para rellenar el vacío de sus existencias, se conformaban con observar y criticar los vaivenes de los vecinos:
—La Sarita llegó, ¡otra vez!, de madrugada.
—¡Y con nuevo hombre! Estás muchachas de hoy...
—¡Mira, nada más, cómo va Don Manuel!
—Seguro que se gasta el sueldo en borracheras.
—¿Te fijaste que Julia se pintó los cabellos?
—¡Qué ridiculez! Ella cree que le queda muy lindo. ¿Acaso no tiene espejo?
Hilando comentarios, esperaban el ocaso. Para Margarita, las hermanas eran como un ornamento más de la calle. Se las tropezaba a todo momento. En los primeros tiempos, agradeció la afabilidad de aquellas señoras que la abrumaban con bizcochos y pastelitos. Pero cuando percibió que el interés era averiguar qué pasaba en su vida personal,  y se dio cuenta de la tendencia a la crítica y al chismorreo, buscó excusas para recibirlas cada vez menos. Ofendidas, las hermanas no volvieron.
Margarita se convirtió en la víctima del ocio y el resentimiento. No desperdiciaban ocasión para lanzar sus saetas a través de la calzada que las separaba. Margarita hacía caso omiso, saludándolas con la mano. Reza la cita: “La gota horada la piedra, no por su fuerza, sino por su constancia”. A la última gota, ellas le pusieron nombre: Nicolette, una joven estudiante. 
—Margarita, ¿qué te parece nuestra  nueva vecina?
Al llegar del trabajo, las hermanas comentaban, en voz alta, todo lo que se les ocurría sobre los atributos de Nicolette. Como ella las ignoraba, comenzó la retahíla de comentarios mal intencionados: “Hay mujeres que cuidan más el trabajo que al marido...”. “El que tiene tienda que la atienda...”. “Para algunos, es más bonito el jardín ajeno...”  
Margarita las ignoraba, hasta que una tarde no pudo más:
-Por todos los cielos, ¡¿ustedes no se cansan?!
A lo que le respondieron:
—Ay, mijita, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Sintió la espina. La verdad, a ella no le pasaban desapercibidas las miradas de los hombres cuando Nicolette, con pantalones ajustados y libros en brazos, tomaba rumbo a la universidad. Hasta los momentos, no había atrapado a Andrés en lo mismo. No obstante,  la rondaba la intranquilidad. A él le había dado por llegar temprano a casa, arreglar el jardín y dar largas caminatas por la urbanización: Un poco de ejercicio no me cae mal.  ¿Algo concreto para recelar? No. ¿Qué se le escapaba? Lo que habían visto las hermanas. Decidió enfrentarlo. Era imposible respirar con la duda mordiéndole la cordura. Andrés, con la paciencia que le caracterizaba, fue respondiendo cada una de las preguntas: “Sí, es bonita…, tú lo eres más” “No, ella no me interesa; son chismes de vieja, ¿acaso, no te das cuenta?...” “Sí, la saludo cuando la veo y sí, el otro día le hice el favor de llevarla…”. Margarita, con los demonios sueltos, imaginó las más eróticas escenas de la traición. Con maleta en mano, abandonó el hogar.  
Ahora estaba allí, deprimida y sola, a miles de kilómetros, con la tortura de las decisiones erradas. Volvió a la leyenda: La joven y el guerrero sacaron de las bolsas las aves capturadas. El brujo les ordenó que las atara, entre sí, por las patas y que, después, las soltara. El águila y el halcón intentaron levantar vuelo, pero sólo consiguieron revolcarse el en el piso. Irritadas por la incapacidad, se lastimaron a picotazos. El brujo dijo, entonces: Este es el conjuro. Jamás olviden lo que han visto. Son ustedes como un águila y un halcón; si se atan el uno al otro, aunque lo hagan por amor, no sólo vivirán arrastrándose, sino que, además, tarde o temprano, empezarán a lastimarse uno al otro. Si quiere que el amor entre ustedes perdure, vuelen juntos, pero jamás atados.
Surgieron las preguntas: ¿Para qué tantas peleas? Si ella entendía que el matrimonio era un compromiso, y el amor, confianza y retribución, respeto a la individualidad, ¿por qué insistía en adoptar una actitud que les causaba tanto malestar? ¿Podía acabar con sus inseguridades? Bajó del faro con aires de esperanzas y con el deseo de llegar pronto a Kilkenny. Si Andrés la amaba de veras, tendría que haber recordado lo que ella le pidió para el aniversario de bodas. Lo imaginaba en pleno vuelo, carismático, respondiendo a las sonrisas de las azafatas. ¡Qué disfrutaran de esa galantería circunstancial! A fin de cuentas, él era suyo. Sonrió. Lo esperaría en el hotel, en la misma habitación del castillo donde ella le había prometido amarlo hasta el final.

Olga Cortez Barbera  

Imagen: selenitaconsciente.com  

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