Deseaba
suicidarse, pero tenía un problema, no le gustaba la sangre. Por eso, le parecía inútil abrir la gaveta y
tomar la calibre 32. ¿Lanzarse al vacío? ¡Cómo! Vivía en un pueblo llano, sin
edificios, ni montañas. Por la ausencia de ríos cercanos, tampoco contaba con
la altura de un puente. En cierto modo, era mejor así. Dar
con la muerte no debía significar perder el glamour, dejando al descubierto la
masa encefálica, o un cuerpo abombado corriente abajo. Sólo Alfonsina había
logrado conservar el lirismo, cuando resolvió cruzar la blanda arena que lame
el mar.
Sin embargo, ella podría conservar la elegancia, si culminaba la
acción, recostada sobre sábanas de seda, luego de ingerir algún brebaje letal.
Sonrió frente a este pensamiento. ¿Qué importancia tenía el modo de morir, si
lo único que le interesaba era escapar de la loza que le comprimía el sentido
de la vida?
En la despensa, los antidepresivos se burlaban. No
le habían permitido doblegar el desgano frente a su existencia,
ni aceptar consejos: Si no pones de tu
parte, no saldrás de ese abatimiento. ¡Qué fácil para todos! ¿Cómo se sale
del hielo ardiente que lacera toda ilusión? Abrió la despensa. Píldoras, pueden mofarse todo lo que
quieran. Al fin y al cabo, quien ríe de último ríe mejor. ¿Pueden ustedes,
acaso, evitar que me las trague todas de una vez?”. Quitó la tapa del
frasco. Fue como si destapara los recuerdos de las épocas gratas, de los
familiares y amigos que tanta dicha le proporcionaron, los mismos que
emitirían quién sabe qué juicios sobre la tragedia que estaba a punto de
acometer. Ja, para lo que
me importa—se dijo—. Es mi vida y
puedo hacer con ella lo que desee. Una voz interna preguntó: ¿Estás segura?
Dejó el frasco sobre la mesa para salir, con
premura, a la calle.
Ella no era religiosa, al menos, no como esas
personas que iban a las iglesias cada domingo. Tampoco, atea. Era una mujer de
fe…, hasta que el peso de su pequeño cosmos se le hizo insostenible y consideró
que el encuentro con la muerte era la mejor de las decisiones. Esa voz,
esa voz... ¿De dónde? Alzó la vista. El cielo, de un azul puro; los árboles le
rendían pleitesía.
Se sentó en la acera, frente a uno de ellos. Dios, estoy en un momento crucial. La vida
se me ha vuelto un globo lleno de soledad y depresión. La maldad me ha herido. Cada
día muero un poco más. Nada me importa. Eso se ha hecho insoportable. ¿Por qué
no acabar con todo de una vez? ¿Me estás escuchando? Ojala. No quiero dejar de
creer. Dicen que atentar contra la vida
es pecado. No lo entiendo. Tú nos has dado el libre albedrío. Si hoy acudo a él para librarme de lo que me abruma,
¿debo recibir un castigo? Entonces, ¿dónde quedaría esa libertad? Acudo a tu
misericordia; lo perdonas todo, ¿o no? En todo caso, pido que me comprendas. Te
aseguro que si me abro el pecho para sacarme el bulto palpitante de los
sentimientos, el dolor no cesaría. Las píldoras de la liberación me esperan. Tú,
de antemano, lo sabes. Por eso, antes de tomar la decisión, hazme sentir que no
estoy sola. Sólo dame una señal. Algo que me indique que no voy por el sendero
correcto”.
Él árbol se sacudió. A ella le pareció extraño. No
había brisa, pero sucedió de nuevo. Un ave blanca salió de
las ramas para besar el cielo.
Olga Cortez Barbera
Imagen: imagui.com
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