viernes, 19 de agosto de 2016

LIBRE ALBEDRÍO





Deseaba suicidarse, pero tenía un problema, no le gustaba la sangre. Por eso,  le parecía inútil  abrir la gaveta y tomar la calibre 32. ¿Lanzarse al vacío? ¡Cómo! Vivía en un pueblo llano, sin edificios, ni montañas. Por la ausencia de ríos cercanos, tampoco contaba con la altura de un puente. En cierto modo, era mejor así. Dar con la muerte no debía significar perder el glamour, dejando al descubierto la masa encefálica, o un cuerpo abombado corriente abajo. Sólo Alfonsina había logrado conservar el lirismo, cuando resolvió cruzar la blanda arena que lame el mar.  Sin embargo, ella podría conservar la elegancia, si culminaba la acción, recostada sobre sábanas de seda, luego de ingerir algún brebaje letal.  Sonrió frente a este pensamiento. ¿Qué importancia tenía el modo de morir, si lo único que le interesaba era escapar de la loza que le comprimía el sentido de la vida? 
En la despensa, los antidepresivos se burlaban. No le habían permitido doblegar el desgano frente a su existencia, ni aceptar consejos: Si no pones de tu parte, no saldrás de ese abatimiento. ¡Qué fácil para todos! ¿Cómo se sale del hielo ardiente que lacera toda ilusión? Abrió la despensa. Píldoras, pueden mofarse todo lo que quieran. Al fin y al cabo, quien ríe de último ríe mejor. ¿Pueden ustedes, acaso, evitar que me las trague todas de una vez?”. Quitó la tapa del frasco. Fue como si destapara los recuerdos de las épocas gratas, de los familiares y amigos que  tanta dicha le proporcionaron, los mismos que emitirían quién sabe qué juicios sobre la tragedia que estaba a punto de acometer. Ja, para lo que me importa—se dijo—. Es mi vida y puedo hacer con ella lo que desee. Una voz interna preguntó: ¿Estás segura?
Dejó el frasco sobre la mesa para salir, con premura, a la calle.
Ella no era religiosa, al menos, no como esas personas que iban a las iglesias cada domingo. Tampoco, atea. Era una mujer de fe…, hasta que el peso de su pequeño cosmos se le hizo insostenible y consideró que el encuentro con la muerte era la mejor de las decisiones.  Esa voz, esa voz... ¿De dónde? Alzó la vista. El cielo, de un azul puro; los árboles le rendían pleitesía.
Se sentó en la acera, frente a uno de ellos. Dios, estoy en un momento crucial. La vida se me ha vuelto un globo lleno de soledad y depresión. La maldad me ha herido. Cada día muero un poco más. Nada me importa. Eso se ha hecho insoportable. ¿Por qué no acabar con todo de una vez? ¿Me estás escuchando? Ojala. No quiero dejar de creer.  Dicen que atentar contra la vida es pecado. No lo entiendo. Tú nos has dado el libre albedrío.  Si hoy acudo a él para librarme de lo que me abruma, ¿debo recibir un castigo? Entonces, ¿dónde quedaría esa libertad? Acudo a tu misericordia; lo perdonas todo, ¿o no? En todo caso, pido que me comprendas. Te aseguro que si me abro el pecho para sacarme el bulto palpitante de los sentimientos, el dolor no cesaría. Las píldoras de la liberación me esperan. Tú, de antemano, lo sabes. Por eso, antes de tomar la decisión, hazme sentir que no estoy sola. Sólo dame una señal. Algo que me indique que no voy por el sendero correcto”.
Él árbol se sacudió. A ella le pareció extraño. No había brisa, pero sucedió de nuevo. Un ave blanca salió de las ramas para besar el cielo.   
Olga Cortez Barbera
Imagen: imagui.com

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