Estaba destrozado. Miguel, digo, estaba
destrozado. Algo se había roto adentro, en el pecho y más allá, en todo lo que
lo rodeaba. Desde el momento en que la dejó partir casi no había podido dormir,
se desesperaba mientras intentaba imaginar cómo había sucedido todo. Cómo había
dejado que ella se fuera así. Cómo no la retuvo en ese preciso instante. Cuando
la rabia crece, cuando el instinto es más fuerte que la conciencia y se ha
tocado fondo. Es el momento en que la razón debe actuar. Un cambio de palabras,
una discusión violenta, una actitud estúpida y la destrucción de todo. La
ilusión, el futuro. Los sueños inconclusos. Ahora, Miguel deambula por las
calles, tiene que saber algo más. El hombre parecía algo tonto. Sus ojos
giraban dentro de unos cuencos abultados, pupilas inquietas que, tal vez, eran
capaces de mirar hacia todos lados al mismo tiempo. Con un brazo señalaba cada
uno de los automóviles que recorrían la calle y, con movimiento lineal,
continuaba el seguimiento hasta que llegaban a mitad de cuadra.
—Por aquí, por aquí. No, señor, no se
arrime tanto al sur. Eso, por ahí, baje la velocidad. Por ahí, dirección
noreste.
Nadie lo escucha, claro. La manga del saco
viejo, raído, cuelga como un trapo sucio cuando el índice apunta hacia el coche
de turno, en señal de advertencia. De tanto en tanto, mete la mano en el
bolsillo y saca un aparato redondo, con luna de vidrio opaco surcada de rayas.
Trata de ubicarlo en posición horizontal, aunque los dedos tiemblan, como todo
su cuerpo. Acerca la cabeza en forma desmesurada, hasta que su nariz casi
toca la superficie del instrumento. Calcula, parece analizar el recorrido del
próximo vehículo y habla. Los labios se mueven apenas en el ejercicio del
cálculo y un líquido transparente brilla en las comisuras.
—Así es, así es. Suroeste. Muy bien,
señor. Por ahí, por ahí. Usted es un buen ciudadano.
Miguel camina con temor. Sus pasos lo
llevan al lugar de la tragedia. Por una estúpida- califica él- asociación de
ideas, ahora recuerda las palabras de su madre. Eran unos niños, apenas rozaban
la adolescencia la primera vez que su hermana iba sola a una fiesta. Aquel
miedo irracional, aquel sentimiento que oprimía el pecho. “Nada malo va a
pasar, Miguel”. Su madre parecía burlarse de él, casi, si no fuera porque
también intentaba confortarlo. “Pero: a qué hora va a volver. No voy a estar
ahí para cuidarla”. “No te preocupes, ella ya sabe cuidarse sola”. Y ya en tono
de broma. “Además, cuando algo malo pasa, las noticias son más rápidas. Te
enteras de inmediato” Humor negro que rubricaba con una leve sonrisa, mientras
sus dedos se entrelazaban, suaves, con el cabello de un Miguel casi niño.
“Por qué le tienes tanto miedo a la vida, mi amor”. Ahora, camina con temor y
ansiedad. Esta vez no había sido como sentenciara su mamá. Una voz al teléfono,
un accidente. La identificación en un sitio tétrico con olor a miserias y
humedad de siglos. Un accidente, fue un accidente. Claro, qué fácil es decirlo.
Todo es un accidente. La vida es un accidente y, también, la muerte.
—Por aquí, señor. Por aquí.
Miguel escucha esa voz rugosa y se
estremece. El extraño acaba de salir de detrás de un árbol de tronco ancho, grisáceo.
—Por aquí. Por favor, no abandone la
acera. Eso, eso —Toma la brújula del bolsillo, investiga y continúa— Eso, rumbo
noreste. Continúe, por favor.
Luego del primer estremecimiento, Miguel
sigue su camino sin mirar a los lados, receloso por el encuentro imprevisto con
tan desagradable personaje. El extraño hombrecito camina detrás de él, la
pierna izquierda se hunde en forma exagerada, como si fuera más corta. Produce
un balanceo que semeja una rara danza. Miguel no se da vuelta, aún cuando presiente
la presencia cercana del loco.
—No se olvide, señor. Va rumbo al noreste.
Y luego, como si explicara la actitud
indiferente de Miguel, agrega:
—Así son los del sureste, cuando van para
el noreste.
De manera imprevista, el hombre de la
brújula señala el centro de la calle y comienza a emitir incoherencias.
—Aquí, aquí estaba ella —su voz se quiebra
ahora en un sollozo seco.
Aquieta el instrumento lo más que puede en
la posición que cree más correcta, y continúa.
—Aquí, aquí su cabecita. Pobre, no pudo resistir.
Aquí, justo apuntando al norte. Lindos lo cabellos. Como de sol. Así, los
cabellos al norte. Ellos llegaron. Ya era demasiado tarde. Ya era tarde,
dijeron.
Miguel, que había avanzado ya unos cuantos
metros, no pudo sino regresar, todavía alarmado por la presencia del personaje
de los puntos cardinales. Se acercó y fijó su vista en él hasta que lo tuvo
enfrente. El hombre dejó de murmurar, como si disimulara, y apartó la mirada
hacia la calle. Un automóvil avanzaba con gran velocidad desde la esquina.
—No, señor, más allá, más al norte. Así,
así. Evitemos accidentes.
Luego, pareció ganar confianza y, con voz
apenas perceptible, dirigió su mano hacia un sector de la esquina.
—Ahí, ahí, pobre. Ahí la cabecita. Al
noroeste su cuerpito. Pobre. Los cabellos como un sol.
Ahora, Miguel lo toma de las solapas que
parecen desprenderse, y no puede evitar la rebelión de las lágrimas.
—¡Tu sabes! —dice con acento apasionado,
ansioso. —¡Tú la viste! Dime, por favor, cómo fue, cómo pasó.
El vagabundo, asustado, gira la cabeza a
un lado para evitar la voz del hombre que lo retiene con el rostro a pocos
centímetros de su frente.
—Yo no sé —dice—, no sé nada. Por favor,
señor, por la acera. Usted es un buen ciudadano.
Entonces, Miguel, acongojado, reconoce su
cólera y su rabia. Intenta calmarse y usar la razón, esta vez. Suelta al amigo
de la brújula y éste se derrumba como un monigote. Baja la cabeza y así se
queda un rato, callado, como títere en descanso.
Mientras Miguel se aleja, escucha todavía:
—Por ahí, señor, por ahí. Por la acera.
Muy bien, usted es un buen ciudadano. Qué le va a hacer, así son los del
sureste cuando vienen al noreste.
Y más tarde, desde muy lejos, un grito.
—Oiga, si otro día va para el noreste, no
se olvide de pasar por aquí.
Mario Ferrari
Imagen:es.123rf.com
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