Llegué a la
ciudad más visitada de América del Sur: Buenos Aires. Finales de la
década de los noventa. La crisis económica estaba
presente. Por primera vez usaba los dólares americanos para
pagar mi café. Era una mañana de hielo. Todos vestían
de negro, gris y blanco.
O esos
mismos colores, combinados. Cabellos muy cortos, vestido rojo, me hacían
extranjera irremediable.
Deambulé
perdida por la multitud. Tenía la fragancia de la
juventud. ¡Nadie se fijó en mí! Ni siquiera por mi traje rojo
escarlata. En la tarde, dicté una conferencia sobre el Caribe como
destino turístico. Era un salón, en un lujoso
hotel del centro de la ciudad. Los hombres, serios, concentrados
en el texto del programa. Sus trajes oscuros. Las mujeres, hermosas, ataviadas para pasear. Muchas tendrían el doble de
mi edad y los cuidados de un bebé para sus rostros, para
sus cabellos largos. Cuando me situaron frente al
auditorio… hice mi mejor descripción sobre los atractivos
turísticos. Trataba, en la experiencia hotelera, al cliente
argentino. Aquellas personas parecían hechizadas por mi revelación.
Todos querían oír las opciones. Ni el vuelo de un insecto se
escuchaba. El silencio escapaba a la
tecnología. Mientras, describía el sol, las playas, las gentes.
Los hombres, curiosos por la distancia de las
instalaciones respecto al mar. Las mujeres, por la vida nocturna
de la capital antillana. Luego de tres horas de intercambio, la única
diferencia entre la concurrencia y yo, era mi traje rojo. Una mujer,
dicharachera, me describió la rutina de la vida argentina.
Como si fuera conocida de la infancia. En un arranque
de confianza, pregunté: — ¿Son fríos los
argentinos...? ¡Parecen europeos! —No, ellos
buscan “minas”, en verano, no te confundas,—me dijo,
entre risas, —es el invierno, que los pone así “estacionarios”.
En la noche me aderecé de
acuerdo con la ocasión —de negro,
claro, ¡rojo, nunca
más! Cené churrasco, ¡el mejor de mi
vida! Un vino exquisito. Todo “maritado” con acordes de tangos. La
buena mezcla hizo lo “suyo”. Ambiente cálido de alegría latina,
diferente. — ¿Quieres que bailemos? Yo… —respondí con temor
a flaquear mi cuerpo, “¡me invita, a mí”! —No
sé bailar, tangos…, —Yo tampoco, —dijo, y me alzó casi
en vilo. Como pluma en la que se impone el viento, floté. Al
fin, sentí los pies en el piso. Juntamos los cuerpos. Volamos.
Cada uno empeñado en seguir al otro. En abrigar acordes… ¡Su resuello era
el mío! ¡Y, viceversa! —Fue una magia ensayada en otra vida, —digo
yo. Un espectáculo que, quizá, apreciaron los
presentes. Cómo explicar que jamás había bailado un tango. Fue una
danza erótica que me hizo sentir mariposa en primavera. — ¿Tú eras, la
del traje rojo?, —me
preguntó al oído, —¿Y tú, quién eras? —le
respondí, tratando de recordarlo. —Un argentino, —me dijo,
estrechando más mi cintura, recuperando el paso, que no
conseguíamos perder.
…Aun guardo los
trajes en mi armario. Ya no son mi talla… El rojo, me
recuerda la diferencia. El negro, que puedo
volar…
Idania Pérez
Cuba
Imagen: es.123rf.com
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