El sol había devorado las pocas nubes que asomaron
al amanecer. El bochorno era una losa sobre el ánimo del pueblo. Los árboles
parecían estar durmiendo. Sólo el canto de las chicharras interrumpía el
letargo del parque extendido a un costado de la avenida. No se recordaba verano
igual. Los habitantes combatían el calor con las ventanas abiertas y los
ventiladores al máximo; salvo el anciano, que caminaba a pasos tímidos, al
resguardo de un sombrero. Entró al parque.
Agobiado por los embates de la longa vida, se sentó
en un banco al amparo de las sombras de un samán. Fijó su mirada en la fuente
sedienta. Los minutos transcurrían y el hombre era una estatua en la modorra de
aquel lugar. Así pasó una hora. El zumbido de un abejorro le hizo manotear el
aire; luego, masajeó sus rodillas. Poco a poco, con evidente esfuerzo, se fue levantando,
mientras buscaba en las cercanías el objeto de la espera. Sus ojos atraparon el
espacio desierto. Decidió caminar entre los arbustos. Casi abandonaba el
parque, cuando escuchó que le llamaban. Volteó. Al ver a la mujer, levantó una
mano para saludarla.
Sudorosa y sonriente, se acercó. El perro que la
acompañaba siguió de largo hacia la fuente seca. La mujer besó la mejilla del
anciano. “Tengo prisa, algo me urge en la oficina”. “Siéntate un momento nada
más”. Después de titubear, aceptó. La hija era dominante y de voz fuerte. El
anciano no hacía más que escuchar aquella mezcla de excusas y recomendaciones. Al
final, él aceptó un paquete y el beso de despedida. El perro acudió al llamado
de su dueña. El anciano le acarició la cabeza, sin poder disimular su
melancolía.
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“¡Qué
calor!-había exclamado el anciano, una vez que llegó al parque-Cómo me cuesta
caminar con estos huesos que no se ablandan ni con este clima de infierno. De
buenas ganas me hubiera quedado en cama, pero a mi hija le disgusta visitarme,
a pesar de que mi cuarto no está nada mal. Las monjas cuidan muy bien el
prestigio de La Casa de los Años Dorados. Muchos viejos
para mi gusto, suele decir ella, creyendo que esas palabras me hacen gracia.
Desempeña un cargo importante; por eso, siempre anda a la carrera. Hoy hará una
excepción. Es el día de mi cumpleaños y me ha ofrecido llevarme a un
restaurante. Me sentaré aquí. Buena sombra da este árbol…
¡Cuánto
tarda mi hija! El trabajo, las responsabilidades, de seguro. Mejor estiro las
piernas mientras llega. No es que me sienta mal en el asilo. Soy bien tratado y
tengo con quienes compartir el tedio. Además, la lectura y los recuerdos son
también un buen recurso para gastarlo. Los recuerdos… Cómo hiere la ausencia. Pero
hoy será un día diferente. Ah, allá viene. Y me trae un regalo. No recuerdo
cuál fue el último. ¿Qué más da si paga mi estancia en ese sitio? ¡Upa, es
grande el paquete! Parece que es el juego que le pedí hace tiempo. ¿Qué dice,
que no podemos almorzar? “Cambia esa cara, papá. Entiéndeme, por favor. Si no,
lo pensaré mejor antes de volver” “Comprendo, hija, comprendo”
¿Qué puedo hacer? Así son ellos; al menos, eso
sucede con los hijos de mis compañeros de vejez. Tienen derecho a su propia
vida, no somos quiénes para
impedirlo. La veo alejarse en paz. Ya ha cumplido con su deber. Si se imaginara
la ilusión que me hice de pasar la tarde con ella. Veré qué me trajo.
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Tantas cosas que tengo por hacer-se
dijo ella-; y tener que ir a visitarlo. Al menos, yo lo veo de vez en cuando. No
como mi hermano, que se mudó al extranjero y se desentendió del problema. Me lo
lanzó a mí, como si el dinero que envía fuera suficiente. Desde que murió mamá,
la vida se nos complicó. Gracias a Dios, papá aceptó que lo internáramos en el
asilo. Con mi hermano lejos, ¿quién tiene que correr cuando llaman de allá? La
casa, los hijos y el trabajo no me permiten más. Y, encima, la llamada de la
monja que pretende cargarme de culpas: “Su
papá se está muriendo de tristeza”.
“Lo entiendo. Lamentablemente, poco puedo hacer ahora, menos, cuando mi familia
y yo saldremos de vacaciones”. No tengo por qué confiarle la intención de este
viaje: intentar salvar mi matrimonio. “Pero, permítame que insista, su papá no está
bien”. Me abordó el remordimiento. “Tráigale un regalo el día de su cumpleaños-continúa ella-, y dígale
cuánto lo ama; eso le hará bien”. Lo escogimos entre las dos. Espero que
le guste, y a todos esos ancianos que se mueren, más que de vida larga, de
aburrimiento. Papá y yo nos encontraremos; ojala no venga con sus tonterías.
¡Qué sólo está el parque! Si papá
me hace perder el tiempo… Allá está. Mírenle la sonrisa. Dice que le alegra la
invitación. ¡El restaurante!, lo había olvidado. Qué cara que pone cuando le
digo que hoy no será. ¡Así me agradece el esfuerzo que he hecho para venir a
verlo! Mejor no decirle que me voy de vacaciones por un mes. No quiero que me manipule con su desconsuelo.
Lo llamaré después.
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Hoy es mi día de suerte. Recibo el
mejor de los regalos. Seré feliz. Mi instinto me lo dice. Él abre el paquete. Huele
delicioso. Su mano saca unas croquetas y me las da. ¡Saben muy bien! Pero lo
que más me gusta es cómo sonríe. Veo
que está contento. Guau, yo también.
Olga Cortez Barbera
Imagen:es.123rf.com
¡Qué triste, Olga! La soledad, terrible mal de la vejez. Interesante como nos presentas diferentes puntos de vista Lindo final.
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