Se sueña despierto y se sueña dormido… Despierto, se
crean mundos a la medida de nuestros deseos. Dormido es diferente; los sueños
son autónomos y, muchas veces, disparatados, aunque los estudiosos de los
estados oníricos afirmen que ellos reflejan la cotidianeidad o los deseos
reprimidos. La otra noche soñé que degollé a un borracho. Les puedo asegurar
que no sufro de síndromes criminales. Al menos, hasta los momentos. Pero algo
me sucede en los últimos tiempos: me abruman las pesadillas. En esas ocasiones,
abro los ojos, tembloroso y asustado, tomo un cigarrillo y me levanto de la
cama. Trato de tranquilizarme lanzando las volutas de humo a la calle desierta.
Parece un siglo transcurrido desde la época en que
imaginé que mi vida sería como me la pintaba mi padre, alejada de las fronteras
de la pobreza: con los estudios podrás ser lo que tú quieras porque, hijo,
sólo con un título podrás esquivar los obstáculos de lo que nos tocó en suerte. La providencia hizo que me quedara sin terminar la secundaria. Como si no hubiera sido
suficiente que mamá lo hiciera antes que él, papá murió y me dejó de herencia
tres niños que mantener, caso del que mi consciencia no me permitía escapar, por eso de la responsabilidad de hermano
mayor. A los diecisiete, me convertí en cabeza de familia. Frente al hecho inexorable de mi desgracia, un vecino del barrio se apiadó de mí.
Pronto me hice su compañero de trabajo: vigilante nocturno en una fábrica
textil. Era un buen tipo el viejo, algo taciturno. Yo no tenía nada en común
con él. Como casi no hablábamos, las noches se hacían eternas. Entonces,
decidí pasar las horas leyendo; soñaba con que, en algún momento, podría
terminar mis estudios, sin sospechar que ese sueño no era más que un reflejo de luna sobre mis esperanzas.
Reducción de personal, me dijo el jefe, y no lo lamenté. Ya me había
cansado de las trasnochadas. Se me presentaba la oportunidad de conseguir
un trabajo diurno, tal vez en una oficina. Nunca imaginé que resultaría tan
difícil: No tienes experiencia laboral, era la excusa para no contratarme. ¡Qué cosa tan
absurda! ¿Cómo podía adquirirla si nadie me daba la oportunidad? Los días
pasaban y ya no podía hacer el mercado. Después de tanto caminar y recibir
negativas, me sentaba en cualquier sitio para continuar revisando los
clasificados: Se solicita motorizado con buena presencia
y moto propia. Yo,
con mi apariencia y sin moto… Recordé algunas frases que había leído o
escuchado: “El mundo es de los osados” o “No hay peor intento que el que no se hace”. Decidí intentarlo.
Me atendió el señor Iglesias, a quién le bastó mi manifiesta
desesperación. Pronto andaba yo con el uniforme y la moto de la empresa, además
del carnet y la carta de trabajo. Sin embargo, esto no impedía que, cada dos
por tres, me parara un agente policial: ¡¿De quién es la moto, dónde
conseguiste esas credenciales?! Yo me desesperaba dándole explicaciones,
sin ningún resultado: Con esa cara de malandro, quién te puede
creer. El señor Iglesias, al recibir la llamada telefónica,
salía de inmediato a la jefatura y me rescataba, hasta que ya no pudo más y
terminó por prescindir de nuestra relación laboral. Allí comenzaron mis
pesadillas.
En casa no había qué comer. Mis hermanos enflaquecían
escandalosamente. Yo los invitaba a jugar y ya no querían moverse. Yo trataba
de animarlos invitándolos a pasear. Los más grandes se paraban con la torpeza
de los muñecos a cuerda. El más pequeño gateaba casi sin poder avanzar. Lo
cargaba en mis brazos. Ya en la calle, escuchaba sus voces: tengo hambre, tengo hambre… Desesperado, acudía a la bondad de los transeúntes. Con el dinero que nos daban, corría a comprar comida
para mis hermanos. Luego, en cualquier parque, los acostaba en los bancos, bajo la sombra de unos árboles, tan inmóviles, que parecían estatuas.
Era una pesadilla recurrente, con algunas variables.
Como cuando no recibíamos nada, ni siquiera de los vecinos, cansados de nuestra
mendicidad. Una noche regresamos a casa, sin comer. Yo sentía un ardor intenso
en el estómago, acompañado de unos sonidos semejantes a los de un engranaje de metal en movimiento. Mis hermanos ya no tenían fuerza para
protestar. Exasperado, los dejé en casa y corrí cerro abajo, sin saber qué
hacer. Llegué a la avenida. Una luz intermitente: Topeca, Night Club. Unas mujeres
seducían a los clientes de ocasión. Más allá, un hombre caminaba agarrándose de
las paredes. De pronto, cayó como un fardo. Era una oportunidad. Sin dudarlo,
me acerqué y le sustraje la billetera. El hombre reaccionó tomándome por el
brazo. Le di un golpe y me alejé a toda velocidad, mientras las mujeres
gritaban: ¡Un ladrón! ¡Un ladrón! En la carrera, tropecé con una de ellas. Era
Carmela, nuestra vecina. No soporté su mirada de reprobación.
Una pesadilla recurrente es mi vida. A mis hermanos no
les falta nada. Pero yo, despierto, sufro con la opresión de no tener
tranquilidad, temiendo al sonido de las sirenas de la policía, o a las luces rotativas de la patrulla del oficial, cuando
aparece por el barrio para visitar a Carmela, su novia. Ella, a veces, me
sorprende en la ventana; me asusta su mirada de profunda amenaza. Cada vez pide
más; me obliga a comprar su silencio.
Dormido, traslado a mis sueños el temor a lo que pueda suceder en una de mis
fechorías. La pesadilla se repite: La billetera en mi mano y, la del hombre, en
mi brazo. El golpe certero. Luego, un reflejo de luna sobre la navaja. La
sangre viscosa en mis dedos. Salto en la cama sobresaltado, sin saber cuál de las
pesadillas es peor, despierto o dormido.
Olga Cortez Barbera
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