martes, 14 de abril de 2015

SUS MANOS



Llegó una mañana cualquiera. Otro empleado en el consorcio. Un “Bienvenido” de mi parte era suficiente. Que se encargara él de lo suyo, que yo tenía con lo mío. En el desbarajuste de lo que era mi vida desde que me casé y tuve hijos, no había espacio para entrar en detalles sobre el personal que entraba y salía de la empresa. Con pocas horas de sueño, llegaba agotada a la oficina y volvía a casa, poco más o menos a rastras, luego de batallar por un puesto en el autobús. Después, el tiempo se achicaba entre la cocina, el lavaplatos, la lavadora y acostar a los niños. Al final, con el deseo de caer en la cama y no abrir los ojos hasta el otro día, sucumbir a las exigencias maritales, cuando el dolor de cabeza ya no funcionaba. ¿Falta de amor o exceso de cansancio? Frente a mis respuestas fingidas, el romanticismo que una vez nos uniera, a mi esposo y a mí, comenzó a alejarse.
Así las cosas, Alejandro Santiago, el recién llegado, bien podía caer preso de convulsiones a mis pies que, posiblemente, ni me enteraba. No obstante, poco a poco, fue entrando a mis pensamientos, cuando percibí que me veía de continuo. Al principio,  disimuladamente; más tarde,  sin reservas, desde su escritorio, en el comedor, a la salida. Eso comenzó a incomodarme. Supuse que se había dado cuenta de mis fachas: vestuario fuera de moda, cabellos sin estilo, cero maquillajes. Aunque en mi agenda yo no tenía la más mínima intención de resultar atractiva, la vanidad no se hizo esperar.  Me propuse mejorar el aspecto. Incluí algunas cosas nuevas en el ropero y usé los labiales que estaban abandonados. Frente al espejo, se elevó mi autoestima. Un día, cuando llegué a la oficina y sonrió, me sentí halagada. Sin embargo, mantuve la actitud distante. Imaginé que, con ello, acababa la historia.
No. Paulatinamente, se fue acercando, con pequeños comentarios y algunas golosinas. Desde mi perspectiva, pensé que eso no era correcto y se lo hice saber:
-Señor Alejandro, usted no tiene por qué andar dándome cosas.
-Señora Palacios, su comentario me avergüenza. No intento ofenderla. Es la atención de un compañero de trabajo. Pero si le molesta, no lo hago más.
-Le estaré agradecida.
Se limitó al saludo. Entonces, lamenté su alejamiento, pero como era una mujer casada, no hice nada por cambiar las cosas. No obstante, algo comenzó a lamer las paredes de mi estómago, cada vez que lo recordaba, fuera de la oficina, o me tropezaba con él. “¿Acaso me estoy volviendo loca?” Con la voluntad de los prejuicios, me enfrasqué en el trabajo y en las labores del hogar, tratando de apartar los pensamientos inquietantes. Quise tomar mis compromisos de esposa con la furia de las tormentas, sólo para doblegar la marea de los remordimientos. Intentos vanos: “Querida, ahora no”. El amor se nos había ido lejos. A pesar de todo, como a una casta doncella, le puse un cinturón de castidad a la pasión sin remedio, aunque por las noches diera vueltas en la cama y durmiera cada vez menos.  
Pero, a la pasión no la detienen ni diques, ni murallas, ni fidelidades. Basta una brizna para atizar el fuego más intenso.  La brizna vino con mi cumpleaños y un ramillete de flores:
-Señora Palacios, tenga usted un lindo día y reciba, por favor, este insignificante presente.
-Muy amable de su parte.
Se acercó un poco más. Su aliento era cálido y la mirada, incitante. Tomé el ramo. Nuestros dedos tropezaron. Bajé los ojos y me fijé en sus manos. Varoniles, cuidadas y fuertes. Se me antojaron sensuales, únicas, pecadoras. Capaces de encender llamas latentes, casi extinguidas. De explorar nuevas rutas corporales y emociones secretas. De llevar a abismos insondables, sin posibilidades de regreso.  El ramillete hervía en mis manos congeladas. Flores exóticas, como el amor en los sueños inconfesables. Quise ser como ellas y, sin reservas ni prejuicios, abrir mis pétalos a la urgencia tácita, sin importar las consecuencias. Deseé, con el furor de la mujer incontenible, volverme lava entre sus manos.

Olga Cortez Barbera

Imagen: es.123rf

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