No acostumbro a usar el Metro, ese transporte subterráneo que me
provoca cierto estado de claustrofobia, pero en víspera de Nochebuena y
con el tiempo lluvioso, subir a un taxi era una hazaña imposible. Miré la hora
en mi reloj. Era tarde y ya quería estar en casa. Haciendo a un lado mi
resistencia, bajé las escaleras y, después de un oleaje de empujones y dos
trenes, pude entrar al vagón. Por supuesto, ni pensar en sentarme. No me quedó
otra cosa que respirar los vahos de los trajes húmedos y los humores
corporales. Alcé la cabeza, cual periscopio de submarino, para aspirar (ilusa
yo) un poco más de aire. Entonces, lo vi.
Un hombre tenía sus ojos fijos en mí. Sin embargo, giré la cabeza a ambos lados
para comprobar si, en efecto, era a mí, y no a otra persona, a quien sonreía.
No estaba equivocada. Me hice la desentendida pero, al rato, me di cuenta de su
insistencia. Fruncí el entrecejo; a esas alturas de mi vida yo no iba a caer en
un absurdo coqueteo. ¿Y si era alguien conocido? ¿De dónde, de dónde? Paró el tren y muchas
personas bajaron en la estación. Eso me permitió detallarlo.
Nos sentamos frente a frente. Vestía bien, con los privilegios del éxito
económico. De las mangas del abrigo sobresalían unas manos cuidadas. Cabellera
y barba casi blancas, obra de un buen estilista. Me extrañó que ese hombre, tan
elegante, ajeno al pasajero habitual, usara ese medio de transporte. Quizás le
había sucedido lo que a mí. Seguía sonriendo. Yo decidí hacer lo mismo, con la distancia que requería
el caso. No encontraba nada familiar en su rostro hasta que, entre los pliegues
de la edad, pude rescatar la profundidad familiar de su mirada. Lo supe. Bajé
la mía para darle a entender que yo no lo recordaba.
¡Eres tú!-pude decirle-pero la culpa me abrumó. Ingresé a una galería de
imágenes: las clases en la universidad, las fiestas, los paseos por el parque.
Las canciones, los poemas. Los problemas del mundo, las protestas. Los besos,
las caricias y siempre él. Ya no era el vagón, sino la noche eterna a su lado,
esa que no sucumbiría a los avatares del destino, que no es otra cosa que el
cuenco de nuestras propias decisiones:
Busco la luna y no
está en el cielo. Recorre sin premura las líneas de tu cuerpo. Mi piel siente
celos porque no es ella la que te descubre y moja los montes que resguardan tus
deseos. No sé si soy yo u otra persona la que te contempla y permite que el
rocío y los grillos se lleven los temores. Tu cuerpo sobre el mío aplasta mis
prejuicios, y yo descifro con mis dedos sobre tu espalda el significado de
nuevos versos. Entre caricias y promesas, nos dejamos ir con la corriente...
Desfallece el vientre, se escapa el alma, y yo respiro la fragancia de una
noche que se esfuma.
Buscas en mis ojos lo mismo que yo busco en la profundidad de los tuyos. Nos
damos cuenta que, en ese instante, los dos soñamos el mismo sueño. Levanto el
velo y dibujo sobre tu pecho los matices de futuras mañanas nuestras. Se
levanta el sol, se enciende el deseo, y consigue que el tuyo y el mío se
conviertan de nuevo en un solo cuerpo. Siento el dulce dolor de la virginidad
deshecha, siento que la existencia trae ahora un nuevo sentido. Mis manos,
orfebre novel, te moldean con libertad, y yo me rindo a las tuyas entre
profundos suspiros. “Somos aves de un mismo cielo”, pienso. En el silencio
juras: “Te amaré por siempre”. Yo: “Por siempre, seguiré contigo”. Busco tus
labios convencida de la certeza de nuestro juramento, sin imaginar que nuestro
sueño descansa sobre un almohadón de lejanas estrellas.
Volví al vagón, con el peso del juramento roto. Era yo muy joven y me había
dejado arrastrar por mis propias aspiraciones hacia otros lares. “¿Cuándo volverás?”
“No lo sé”.Quiso ir tras de mí,
no lo dejé. Yo necesitaba mi propio espacio y mi propio tiempo. Mis cartas y
mis llamadas se fueron alejando, hasta que él comprendió que no volveríamos a
vernos, a pesar del amor y de las promesas hechas. Pero, después de muchos
años, regresé y estaba frente a él. Yo intuía que él deseaba hablarme. ¿Para
qué hacerlo? ¿Para enterarnos de cómo nos había ido? A simple vista, le había
ido bien. No era necesario que yo le contara sobre mí. ¿Mentiras? No se las
merecía. Llegamos a otra estación. A través del reflejo de la ventana, lo vi
salir, ya sin la sonrisa. En el andén, levantó una mano, a modo de
despedida. Yo también. Lo dejé ir sin que supiera lo que había sido mi vida sin
él.
Olga Cortez Barbera
Imagen: flickr.com
epa soy yo me gusto hay algo de erótico en el cuento que me gusto , deberías irte por ese estilo que a muchas parejas le subiría el ergo y eros.
ResponderEliminarHola, eres tú. Gracias por tu comentario. Lo tomaré en cuenta.
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