Esta tarde lo veré. Estoy
emocionada y un poco nerviosa. Debo buscar lo más bonito que haya en el closet,
aunque la verdad es que ha pasado tanto tiempo desde mi última compra que, de seguro,
mis trajes ya no estarán a la moda. Cómo se va alejando una de esas cosas.
Recuerdo cuando iba de tiendas y me traía media docena de vestidos, con sus
juegos de zapatos y cartera. Eso fue antes de casarme, cuando el sueldo era
todo para mí. Mamá comentaba que ya era hora de que yo contribuyera con los
gastos de la casa, por eso de sembrar en mí “el sentido de la responsabilidad y
el buen juicio”. Papá la contradecía: Déjale
quieto sus reales. Mira que la juventud es una sola. Privilegios de hija única.
Vamos a ver… ¡Ajá!
Aquí está el vestido que usé en el matrimonio civil de mi hija Gabriela. Ella
dijo aquel día: Qué bella estás, mami,
pareces una diva. Pasado lejano. Caramba, me queda algo estrecho… Pero si me
pongo esta pashmina, lo disimulo. Pues sí, me veo bien. Y aquí están unas zapatillas
en buen estado. ¡Listo! A pesar de las canas, el espejo refleja una señora aún
elegante. Creo que iré al salón de belleza para que me hagan un buen corte de
cabellos. No puedo permitir que él me vea sumida en la dejadez. Bendita
coquetería que no sucumbe a las patas de gallo. A lo largo de mi existencia,
cuántas veces soñé con este encuentro, hasta que al fin lo sofoqué entre la
rutina y el olvido. Y fíjate que se da como nunca lo hubiera imaginado, viendo
las fotos de los viajes y progresos de mis nietos por Facebook. Un mensaje: Anwar Jamed desea ser tu amigo. ¿Anwar?
¿Era él? Acepté. A la semana, acordamos salir: “¿A qué horas vienes por mí?” “¿No
adivinas?, a la hora del té”.
…….
Todo parece en orden
bajo la luz vespertina que envuelve la sala. Los adornos, impecables. Los
cojines en su justo lugar. Las fotografías… Una vida enmarcada en los retratos familiares.
Él debe estar por llegar. Lo haré pasar un momento, como corresponde. Luego,
iremos a cenar. Si no me equivoco, percibí, a través de la línea telefónica, algo
de nuestra antigua complicidad. Maravilloso; reduce la ansiedad. No es fácil para
mí verlo después de cuatro décadas. A la hora del té… Cuánta efervescencia en esa frase común. Lo sublime y
lo clandestino. La proclama de lo inevitable. Palabras con las que él pretendía
ironizar las reuniones de su madre con las amigas. Mientras ellas parloteaban
entre galletas, dátiles e infusiones, a Anwar y a mí, rodeados por libros y
cuadernos, se nos alborotaba el amor. ¿Cómo olvidar las veces cuando, en el
salón de clases, sentado a mi lado, me guiñaba el ojo y decía, en voz baja, la
sugerente frase?
A su papá, cuando lo
sospechó, no le causó gracia. Me miraba con unos ojos de religioso censor. “No hagas caso-decía Anwar-, no
voy a permitir que él se meta en nuestra relación, como lo hizo con mi hermana”
Yo, rebelde y emancipada, creí que un amor avasallante, como el nuestro, era
suficiente para derribar las murallas de la devoción. Su Dios y el mío no
podían estar en contra de la felicidad de los mortales. Vaya que lo creí. Pero
cuando comentó: Voy con mis padres un par
de meses al Medio Oriente, pero no aceptaré otra novia para mí, intuí que
lo nuestro perdería el rumbo.
Dolió, como estilete
en las entrañas. Mi gran amor, roto. La emancipación no te hace inmune a las
estocadas sentimentales. ¿Qué pasó con lo que nos prometimos?, pregunté muchas veces al techo en aquellas
noches perpetuas, como si en ese cielo tosco pudiera encontrar el consuelo. ¿Me
acompañaría la insoportable herida hasta el fin de la existencia? No. Encontré
el sosiego en otros besos. Y me casé. El nuevo amor no era igual, menor o
mayor. Era diferente. Maduro y sereno. Sin embargo, no podía olvidar, ni dejar
de soñar en que alguna vez volviera a encontrarle, vuelto presa del
arrepentimiento. Yo, próspera y feliz…
……..
Ha
sido un encuentro emotivo, en el que nos hundimos en la alegría y en la
nostalgia. No hubo espacio para recriminaciones o lamentos. Había tantas cosas
que contarnos: el matrimonio, los hijos, la vida. En tanto hablábamos, yo me
preguntaba dónde andaba su cabellera frondosa. Por los mismos sitios que la esbeltez de mis pechos. ¿Importaba? Lo
que fuimos cuando estudiantes, ahora se convertía en una dulce anécdota. Recordamos
episodios remotos, paradójicamente cercanos. Quizás un pequeño rescoldo del ayer, acaso
el vino, me hizo desear el don de
alargar la mágica realidad de esas pocas horas. Al final, nos invadió la
timidez. Así que los ojos expresaron lo que los labios retenían. No el amor de
antaño, no la pasión sin mesura, sino la necesidad de llenar los vacíos dejados
por la viudez. Salimos a la luna llena, a la quietud de las calles solitarias. Antes
de llegar a casa, le escuché preguntar: ¿Nos
veremos de nuevo? Sonreímos. No hacía falta responder: A la hora del té.
Olga Cortez Barbera
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