El tren iba a la marcha
del paso del tiempo sin importancia. A ella no le preocupaba; estaba segura de
que llegaría en el momento preciso. A través de la ventana, podía contemplarse
el tapete amarillo que se extendía hasta el infinito. La joven se preguntó qué
sortilegio impedía a esas flores no sucumbir al aguacero pertinaz, resto de una
tempestad de consumación de los mundos que arrastró techos y tendederos, pero
que no tuvo la fortaleza de hacer lo mismo con el campo florido. Sintió el
deseo de bajar del tren para ver mejor las flores. No hubo necesidad. De
pronto, en una inesperada levitación, éstas se transformaron en mariposas
de oro que volaron hacia ella. En la distancia pudo vislumbrar al hombre que le
sonreía. Sin conocerlo, supo que era Mauricio, el que ostentaba un apellido que
tenía el origen en una ciudad de la antigua Baja Mesopotamia: Babilonia. Una
mariposa entró por la ventanilla y posó sobre sus cabellos. Con ella en la
cabeza, la joven era aún más hermosa. Vio que la gente se preparaba para bajar
en la estación.
-Bien-dijo-, ya era hora.
Había esperado mucho. La
espera suele alargar la cinta del tiempo. Cuando supo que él abandonaba el
oasis de los laureles terrestres para mudarse a la región de los sin sentidos,
ella decidió abandonar su paraíso y hacer lo mismo. Él quizás iba con el
propósito de continuar amoldando destinos a su antojo. La joven supuso que el
suyo ya no tenía remedio, pero, al menos, tendría la oportunidad de que él la escuchara
y le diera una explicación. Mientras otros corrían bajo la lluvia, ella caminaba
tranquila. El agua no mojaba la túnica que le cubría el cuerpo. A pesar de eso,
la bella joven proclamaba, en silencio, que no llevaba nada debajo de la
delicada tela. Pero, ¡que alguien intentara propasarse! Leyó el aviso: Café de
los Espacios Perdidos. Apenas ingresó, los hombres, al verla, entraron en
conmoción, sobre todo uno, que se levantó de la silla y corrió a su encuentro:
-¡Remedios!-exclamó el
hombre-Vamos a la mesa de aquel rincón. No quiero que te molesten.
-Ni que lo intenten,
Gabo, ni que lo intenten.
-¿Qué haces aquí,
muchacha, no te envié a las tierras del sin retorno?
-¡Por supuesto que sí! No
obstante, cuando supe que venías aquí, decidí seguirte. Seguro que creíste que
yo no tenía el seso suficiente para encontrar la forma de escapar y venir en tu
búsqueda.
-Nunca pensé que no
fueras inteligente…
-Entonces, ¿por qué
creaste esa dualidad sobre mí? De pronto, me sentía tocar la gloria, cuando me
presentabas como un ser único, alejado de la vulgaridad mundana. Esa sensación
no duraba. Unas líneas más y me convertías en un ser pueril, sin objetivos ni
aspiraciones. Deseo aclararte algo. Las cosas que le dije al mirón aquel (¿recuerdas?),
que estrelló la cabeza contra el piso, por satisfacer sus ganas de verme bañar,
no fueron por simpleza; al contrario, era una forma de evitar que me forzara a
hacer lo que yo no estaba dispuesta. En cuánto al amor… ¡El amor! ¿Te
preguntaste alguna vez si me hubiera gustado enamorarme, sentir el
estremecimiento de una caricia, la pasión de un beso?
-A eso le tuve pánico,
Remedios. A que te enamoraras…
-¡Cómo, Gabo, si eras mi
Pigmalión! Tú esculpiste la efigie de palabras más bella del universo. No
existe otra como yo en biblioteca alguna. Quería amarte, entregarme a ti, más
que con mi belleza, con mi forma particular de ver la vida, lejos de los
prejuicios humanos. No obstante, tu pluma me lo negaba. Y cuando pensé que me
lo permitirías, luego de tantos infortunios, despaturrando hombres cautivados,
con un simple soplo de creatividad literaria, me mandaste a la eternidad. Por
eso, en un capricho infantil, por rebeldía, pero con oculta intención, me llevé
la sábana de bramante de Fernanda. Intuí que nos veríamos de nuevo. Y te podría
mostrar todo lo que podíamos hacer sobre ella.
-Yo también, mi Remedios,
sabía que volveríamos a vernos. No sabes que larga se me hizo la vida esperando
este momento. Te hice pura, cándida y medio despistada. Algo así como para
quitarle brillo a tu extraordinaria belleza. Sin embargo, cuando me di cuenta
de que los hombres seguirían muriendo por ti, y que yo corría el riesgo de que
sintieras compasión y, luego, te enamoraras de alguno de ellos, no me quedó
otro camino que alejarte. No me odies por eso.
-¿Cómo odiarte sí, a
pesar de todas las cosas, me hiciste inmortal? Además, sé que me amas por sobre
todas tus creaciones, y por sobre todas las mujeres terrestres que te amaron, y
que no les fue posible recibir este tipo de sentimientos que sólo se encuentra
frente al hogar encendido de la literatura. Mira, ha dejado de llover.
Abandonemos este lugar. Demostremos que sí hay estirpes que no están
condenadas a la soledad y que, lejos de la simpleza terrenal, pueden tener una
segunda oportunidad.
Olga Cortez Barbera
Imagen: coroflot.com
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