No me lo invento. Está
más cerca de lo que yo quisiera. Lo percibo en el día, en las calles por donde camino, en el
vehículo que me sigue rumbo a la floristería, entre la multitud frente al
semáforo. Lo escucho en la noche. En el estremecimiento de los escalones, en el
murmullo de los pinos que cuelan su aroma a través de la ventana, en los
ladridos de Argonauta en el jardín. El escalofrío moja el miedo y me paraliza. Lanzo al piso el albaricoque que ahora me
sabe a vinagre. Trato de limpiar en las sábanas la viscosidad en mis dedos.
Algo se mueve. Está dentro de la habitación. La luna es un ojo que lo busca en
los rincones. Y aunque no devela nada, sé que alguien me mira.
La noticia apareció en todos los
diarios: Otra víctima, salió al gimnasio y nunca llegó… ¿Cuántas
van? Hasta ahora seis. Inicialmente, mis padres lo tomaron como el resultado de
la violencia que azota a la ciudad, sin ruido, a pesar de que la
víctima no residía lejos. Luego, cuando las desapariciones se concentraron
en la urbanización donde vivimos, no pudieron evitar alarmarse:
-Hija, no es recomendable que te
quedes en tu casa.
-No va a sucederme nada. Aseguro la puerta y punto.
Para qué preocuparlos. Sin embargo, no dudé
en ir a la estación de policías. Nadie vive conmigo ni
me acompaña en el negocio de las flores. El funcionario me atendió con
amabilidad:
-Creo que un caso así no se repetirá.
Quizás ande con un novio o con una amiga, y pronto sepamos de ella.
Por desgracia, las cosas no quedaron ahí.
Mes por medio, una joven no regresaba a su hogar. Mes por medio iba yo a la
estación. No podía tomarlo a la ligera. Las víctimas compraban
en la floristería. ¿Y si el que las desaparece cree que lo
puedo delatar? El detective me ordenó:
-¡Descríbalo!
-No lo he visto bien. Sólo sé que
es un hombrón.
-Como casi todos los que van al gimnasio
que queda al lado de la floristería. No es mucho, pero averiguaremos.
Vi la patrulla un par de veces. Los
policías preguntaron a los deportistas, a los vecinos, y desaparecieron. ¿Qué
les pasa, no seguirán interrogando, cuántas víctimas faltan para que lo
atrapen? Yo no podía esperar a aparecer muerta entre amapolas y
azucenas. Así que comencé a ir a la estación a diario. Creo que se cansaron
porque el detective que me atendió esta mañana me miró de arriba abajo:
-No tiene por qué preocuparse. ¿Acaso no ha
visto las fotos de las víctimas? Nada que ver con usted.
Salí de la oficina, con la burla sobre la
espalda. ¿Tenía que perder la vida para que me prestaran atención?
Ahora está aquí. Sé que me mira, y qué cosa mira: la
insignificancia que me desborda. Por supuesto que
prefiere a las otras, a esas que pasan por la floristería, con los músculos
bien puestos, y que reciben ramilletes de rosas de sus pretendientes. A esa
que, una vez, me preguntó con sorna:
-A ti… ¿Cuántos ramos te
han regalado?
Ninguno. Pero hoy tengo compañía. Oigo una voz que me dice: Enciende la luz que quiero verte. Obedezco. En el espejo estoy yo,
envuelta en la madeja de las décadas. Percibo el aroma de las flores
mezclado con el olor de la sangre que reposa sobre las sábanas y en mis manos. No tengo miedo. Al fin y
al cabo, es él, y no yo, quién les ha quitado la vida y enterrado a los pies
del pino del jardín. Quise advertirlo, no lo entendieron. Qué importa. Me
invade la paz. Él no me hará daño, no le intereso. Sólo me mira a través de mis
ojos. Nadie más me ve.
Olga Cortez Barbera
Imagen: es.123rf.com
¡¡Muy buen cuento, Olga!!
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