Flor prehistórica,
venerada
por los dioses de los vientos,
contemplando
tus pétalos de roca,
mi
espíritu, rendido,
se
estremece.
¿Kukenan,
también te llamas
destino?
Llegamos a la
comunidad indígena de Paraitepuy, al atardecer, luego de recorrer mil
cuatrocientos kilómetros en autobús, y unos pocos más en rústico. En carpas y
debajo de una luna pletórica, pernoctamos en aquel lugar. Todos perseguíamos la
misma meta: ascender a la cima del tepuy Roraima. Para ello debíamos recorrer a
pie veintiséis kilómetros de sabana y subir dos mil ochocientos metros por unas
pendientes boscosas y escarpadas, según las indicaciones del guía y del
manual.
En la mañana y con
nuestros bultos a sus espaldas, los indios pemones iniciaron la ruta, hasta que
no se les vio más. La rapidez era el resultado de los años de experiencia en
esas tareas. Además, debían llegar antes que nosotros al campamento donde pasaríamos
la noche. Tenían el compromiso de levantar las carpas y cocinar.
El tiempo, en contra
de los pronósticos del guía, que daba por seguro que nos azotaría uno de los
diluvios característicos de la región, nos acogió con un sol maravilloso. La
belleza del paisaje obligaba a ignorar el apremio del calor. Entre cuentos y
chistes, agua y barras energéticas, caminamos por lomas y terraplenes,
atravesamos las corrientes ariscas de un río, donde los puri-puris, a pesar del
repelente de insectos, se dieron un banquete. Llegamos al campamento,
hambrientos y cansados. La espléndida luna sonreía.
Al amanecer, luego de
bañarnos en las aguas heladas del río, continuamos el camino. A lo lejos, los macizos
aplanados semejaban dinosaurios dormidos. A medida que nos acercábamos, se
agigantaba el entusiasmo. Frente a la magnificencia de las montañas el
cansancio desaparecía. En la base del Roraima nos encontramos, en vez de la
torre, el campamento de Babel. Chinos, alemanes, brasileiros y de otras
nacionalidades nos dieron la bienvenida.
La noche era como nunca.
El Roraima, “madre de todas las aguas”, y la nana de los vientos arrullaron mis
fantasías de tyrannosaurus y pterodáctilos. Frente a las paredes verticales y la
fronda del campamento, casi podía escuchar sus voces. Entre estos pensamientos
algo locos, me sentía feliz. Estaba por
cumplir mi sueño, un sueño que surgió de las fotografías y las charlas de mis
amigos sobre esas tierras benditas, y que creía que se alejaba con las
limitaciones crecientes que van otorgando los años. Ahora, próxima a conquistar
la cima del Roraima, los murmullos de la montaña hermana despertaban en mí una
nueva ilusión: explorar la próxima vez los misterios del Matawi-Tepuy, el Kukenan,
el de la trágica predicción: “si me subes te mueres”.
Según mis compañeros,
las expediciones a ese tepuy estaban temporalmente prohibidas. En la última se
había perdido un joven entre los laberintos de farallones arcaicos. A
diferencia de la meseta de extensiones planas del Roraima, éste estaba lleno de
grietas de cientos de metros de profundidad. Sin olvidar que era más difícil de escalar. En casos, había que pasar
a gatas por salientes estrechas y resbalosas. Toda una aventura llena de
peligros mayores. Cuando desperté, en la fría mañana, vi que la luna no se iba,
quizás porque aún rendía honores a los tepuyes, contemplando sus visos de
cuarzo rosa.
Nos preparamos para
el ascenso. El camino nos ofrecía un haz de emociones y vistas extraordinarias. ícaros de crespón blanco en el cielo limpio y sobre infinitas llanuras. En las
pendientes espesas:
Hadas azules
en la selva esmeralda,
las mariposas.
Llegamos a la cima. La
imaginación resultó escueta… Todo era distinto a lo que yo había pensado. ¿Cómo
expresar lo que se siente frente a la magnanimidad de aquel mundo perdido? Rocas,
neblina, frío, soledad… Un universo inhóspito, con una flora y fauna únicas, enmarcado
en el misterio. Las rocas tienen formas,
te observan, mientras buscan en el
firmamento las llaves de los enigmas. En las noches, las estrellas parecen
poder tocarse. Una, romántica y
soñadora, siente que se le enciende la flama del espíritu. Entonces, decides seguir explorando con la
curiosidad del niño.
Al borde de la meseta
y viéndolo a la distancia, con esa misma curiosidad, pedí a una estrella fugaz
poder ir al Kukenan.
-¿Por qué no?-respondió.
Había que regresar.
Frente al fuego y rodeada por los dioses de la montaña, hice un recuento de las
cosas vistas: los jacuzzis (pozos de agua a punto de congelación), la ranita
diminuta, el ave correporsuelo y la vegetación exótica, la gruta donde pernoctamos
y La Ventana del cielo, con sus brumas densas y los deseos de profunda
meditación...
El vuelo del alma
sobre los más nobles sentimientos. Por unos instantes, el alma quiso quedarse.
Llegó el momento. El descenso
y el camino de vuelta a la rutina, al reloj y al celular. Luego de varias horas
subimos a los rústicos. Pero antes, sobre una suave colina, sentí la brisa del
atardecer. Melancolía y serenidad. Atrás, El Roraima y el Kukenan, empezando a
cubrirse de neblina. Los bendije. El alma escapó con la vehemencia del ave migratoria
que busca el sol para subsistir y volvió a la cima de ensueños. Detuvo sus ojos
en el Kukenan: ¿Podré visitarte?
Los dioses
respondieron: ¿Qué piensas tú, ave
peregrina?
¿Quién podía saberlo?
¿Acaso el destino? Entonces les pedí que, mientras llegara la respuesta, me
permitieran permanecer soñando, aun estando despierta, con la magia de ese mundo perdido.
Olga Cortez Barbera
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