Sufro de pesadillas. Cualquiera diría que llevo una vida retorcida o
me dejo atrapar por los bajos instintos. Eso sí me sumo a la creencia de los
que afirman que los sueños son, algo así, como el reflejo de las experiencias
diarias o de los apetitos reprimidos. Soy una persona normal que no le hace
daño a nadie. Salvo una vez que pensé en apartar el pie del freno frente al
motorizado que venía en sentido contrario y abolló mi auto. Sólo fue un
pensamiento que duró una fracción de segundo.
Es cierto que, a veces, lanzo maldiciones
y oculto inconfesables deseos. Como cuando a la vecina de al lado le dio por
explotar su vena musical, tocando, a primera hora de los fines de semana, un
violín que sonaba como un montón de clavos sobre el metal; o cuando ascendieron
a la joven de busto alegre y a mí me hicieron a un lado; o cuando supe que
mi esposo “cien por ciento fiel”, según sus palabras, me engañaba con su
asistente. A todos quise verlos muertos, pero del dicho al hecho…
Sin embargo, esos acontecimientos no me produjeron pesadillas, quizás
porque la ira y el despecho no me dejaban dormir, hasta que las cápsulas contra
el insomnio vinieron en mi auxilio. Una vez vencida la ira, comencé a sentirme
bien y comprendí que era una pérdida de tiempo andar rumiando por los rincones,
mientras los demás continuaban con sus vidas muy contentos.
Mis
pesadillas empiezan en sueños bonitos que terminan en tragedia: tigres malayos
en barcas fenicias que atraviesan ríos inverosímiles y que, de pronto, se
alejan de su postura monárquica para devorarme con sus fauces endemoniadas;
libélulas de oro en campiñas indescriptibles, hasta que se introducen por las
cuencas de mis ojos y me dejan ciega; flores de fragancias exóticas, cuyos
pétalos se desbaratan, como el pergamino puesto al fuego, sobre el ataúd donde yazco,
sin posibilidad de retorno a la existencia… Y despierto con el sabor, el aroma
y los colores de la angustia, dando gracias porque todo no ha sido más que una
irrealidad.
Anoche fue distinto, soñé que corría sobre arenas diamantinas y bajo
un cielo de cuarzo, con una sensación de alma al garete, de polilla a la deriva.
Entre el rumor de las olas y borrascas de bienestar, pensé: si esto es un sueño, no quisiera despertar.
Como
es de suponer, lo hice.
¿Era el
sueño la premonición de un día diferente? Hoy la empresa me aumentó el sueldo,
el banco aprobó el crédito y, para exaltar mi felicidad, nació mi nieto. Un
niño saludable y hermoso. Luego de ver a mi hija, salí de la clínica, bajo un
sol toscano y una brisa de costa marina. Me absorbió la barahúnda propia de
esta ciudad cosmopolita. En una tienda compré un montón de cosas para mi nieto
recién nacido. En casa decidí terminar de acomodar el cuarto donde mi hija
pasaría el post-natal. Tomé la escalera para colgar las cortinas:
-Termino,
tomo un té y me acuesto.
Quiero tener un sueño como el de ayer, pero estoy sumergida en una
pesadilla. La peor de todas, después de sentir una paz como nunca. Por la
ventana entraba la brisa fresca y el cielo lleno de estrellas. Un bello
espectáculo que se diluyó con el vértigo. Entonces, me volví incorpórea e
ingrávida y pude acercarme a los astros, hasta que caí en el horror que
atravieso. Estoy en un lugar extraño y frío. Las voces y las sombras me
confunden. ¿Monstruos de la infancia o fantasmas de la adultez? ¿Secuaces de la
muerte? Me estremezco. Quiero escapar, pero no puedo moverme, como si estuviera
amarrada, prisionera en una crisálida gigantesca. Grito con todas las fuerzas
y sólo escucho un ronco resuello. “¿Podré salir de esto?”, pregunto. “Nunca”, es
la respuesta.
Las sombras se retiran. Aterrada y parapléjica, siento de nuevo el
vértigo. No debí subir a esa escalera. Pero, ¡deseaba tanto recibir a mi nieto
con las cortinas nuevas! Intento romper el capullo, que apenas me deja
parpadear, para verme convertida en polilla. Es en vano. Cierro los ojos con el
profundo deseo de no despertar.
Olga Cortez Barbera
Imagen: es.123rf.com
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