Tenían que ser míos. Si no, se me iba la
vida…; es decir, soñar toda la quincena con ellos, hasta morir. Comprarlos era
como tener que decidir entre comer o verse bella. En mi caso, la idea no era
tan disparatada porque, para lucir bien, ya se me hacía un hábito pasar hambre
de tanto en tanto. Eso expresaban mis caderas. Además, había que darse un gusto
eventualmente, aunque ello implicara pasar los días estirando el sueldo, como
banda flexible. Sólo que pasaban las semanas, y lo que recibía de pago no era suficiente
para cumplir con mis compromisos y comprar los zapatos.
-Será la quincena que viene-, me consolaba
Nelly, mi compañera de trabajo.
-¿Y si los venden todos?-respondía yo.
-¡Pues, compras otro modelo!
Era ese y no otro.
Así como quienes deliran por los gimnasios,
los chocolates o las joyas, yo lo hacía por los zapatos. Un impulso
inconsciente que me obligaba a pararme frente a las vitrinas y pasar largos
minutos observando los que más me gustaban, con el deseo de poseer el dinero
para llenar el clóset con todos los tipos y colores. El objeto de mi obsesión
estaba allí: altos y delicados, elegantes y modernos. Los propios para que mis
piernas se vieran más esbeltas. Las piernas que a Ernesto le fascinaban. Ahora
que se acercaba mi cumpleaños, yo desfallecía por sorprenderlo con mi vestido
malva y los zapatos de mis sueños. Abrí la alcancía mental y supe que aún no
estaban a mi alcance.
¿Qué hacer? Podía solicitar un aumento de
sueldo o un préstamo a cuenta de mis pasivos laborales para comprarlos. Al fin
y al cabo, gozaba de la estima y la confianza de la empresa. Después de varios
años de dedicación y eficiencia, me las tenía bien ganadas. Estaba muy a gusto
en aquel grupo próspero y familiar, tanto que, a veces, me preguntaba qué me
retenía allí, si la comodidad con que se trabajaba, o la oportunidad de
compartir mis responsabilidades diarias con el señor Sahasya Marimahadevappa,
mi jefe.
Él fue quien me dio el empleo. Comencé a
trabajar el día siguiente de la entrevista. La simpatía fue recíproca. A pesar
de no aparentar él tanta edad y pedirme que lo tuteara, decidí imponer el
“señor” como un modo de establecer seriedad y respeto. Sin embargo, su
amabilidad y deferencia se acrecentaban día por día, por lo que la ilusión se me
abrió como una ostra al vapor.
No podía acercarse porque una liebre
saltarina se apoderaba de mi pecho. Sus roces ocasionales me lamían el
estómago. Su voz me arrancaba los suspiros. Sus miradas me quitaban el sueño...
Pero él no pasaba de tímidos galanteos. Nada para que yo pensara que enloquecía
por mí. Por otro lado, el raciocinio no se cansaba de alertarme ¿Acaso era
posible una relación seria entre nosotros?
Existían otras cosas. Yo no era una tigresa y el
señor Sahasya pertenecía a unas costumbres que no iban con las mías, gozaba de
un nivel económico casi en la estratósfera y, sobre todo, era mi jefe. Además,
según se rumoreaba por los pasillos, los padres le tenían una novia en Jaipur,
la ciudad rosa, ubicada en la enigmática India. No me provocaba, para nada, ser
la diversión del momento. Así que no me quedó más que dejar pasar el tiempo,
sumergida entre latidos desbocados y deseos reprimidos.
Pero un corazón joven se las amaña para
sobrevivir a los obstáculos emocionales. El mío se dedicó a demostrar su
lealtad al trabajo y a los socios de la empresa. Entonces, me convertí en la
mejor empleada, haciéndome merecedora del aprecio familiar. Aunque los
galanteos medrosos de mi jefe no cesaron, aparté cualquier asomo de esperanza y
decidí darle la oportunidad a Ernesto, un ejecutivo de ventas que viajaba por
el mundo y que parecía muy interesado en mí. Tal vez esa era la razón para
desear impresionarlo cada vez que nos veíamos. Los zapatos ayudarían.
Mi jefe y su familia estaban
contentos. Había sido un buen año. Los socios me llamaron a la oficina para
comunicarme que me había ganado un ascenso. Mientras destacaban mis virtudes
laborales y particulares, yo no hacía más que pensar en ir a la zapatería al
nomás cobrar mi primer aumento de sueldo. Al final, todos me miraron como
esperando que les dijera algo. Yo, saliendo de mi abstracción, apenas atiné a
expresar:
-Muchas Gracias.
La madre de mi jefe, sonrió y me dijo:
-Te esperamos mañana.
La oficina andaba alborotada. Los dueños
invitaron a su casa al personal de la empresa para celebrar un año tan
productivo. Dieron la tarde libre para que todos tuvieran tiempo de acicalarse.
El agasajo coincidía con la fecha de mi cumpleaños. Con lo de la fiesta en la
mansión de los jefes, nadie se acordó de “picar” la acostumbrada torta en la
oficina. Así que tomé mi bolso y salí dispuesta a comprar los zapatos. Ya en la
puerta, el señor Sahasya me dijo:
-A las ocho en casa, ¿ok?
Asentí con la cabeza.
Ya en mi habitación, pasé un largo rato
frente al espejo. Los zapatos de tacones altos, punta fina y cintas alrededor
del tobillo, se me veían fabulosos. Combinaban perfectamente con el vestido a
la rodilla. Presumiendo de vanidad, me sentí elegante y sensual. Sonó el
teléfono. Era Ernesto, que había llegado a la ciudad. Quería celebrar conmigo
el cumpleaños. Dudé. “¿Cómo darle el plantón a la familia Sahasya luego del
aumento de sueldo?” La verdad era que no deseaba pasar mi día entre
compañeros, hablando de trabajo y escuchando los mismos chistes. Y yo, que
hacía lo posible para cambiar el destino de mis sentimientos, imaginé que la
pasaría mejor con mi enamorado. En un segundo, pasé de la vergüenza al deseo de
salir con Ernesto. “Entre tanta gente, quizás no se den cuenta de mi ausencia”.
Me citó a un restaurante al este de la
ciudad, alejado de mi domicilio, con la promesa de ir luego a bailar. Lista y a
punto de salir, comenzó un aguacero del fin de los tiempos. Yo no quería que se
dañaran mis zapatos nuevos, por lo que me senté a esperar a que escampara. Le avisé
a Ernesto que llegaría después.
Luego de la lluvia, el tráfico se transformó en una
calamidad. La furia de las bocinas casi no me permitía escuchar lo que él me
decía por el celular cada vez que llamaba para preguntar por dónde iba. No
podía disimular la impaciencia y el disgusto. Al verme entrar al restaurante,
vino hacia mí. Yo di una vuelta de pasarela para que pudiera admirarme y
contemplar las piernas, que tanto le gustaban, sobre el hermoso calzado. Lo
ignoró
-Vámonos, ya no tengo tiempo. Mejor te llevo a tu
casa.
Su interés lo había barrido el aguacero. Un silencio de ataúd me dijo que no nos veríamos de
nuevo. Si era así de intolerante, apenas comenzando un romance, mejor ni
imaginar de lo que sería capaz después. Claro que pude bajarme del auto y
mandarlo a freír orangutanes por grosero, pero el tráfico no había
mejorado. Y sin taxis a la mano y con las calles anegadas, ni pensarlo. Me
aguanté su malestar, llenando sudokus en el Black Berry. Por fin, llegué a mi
apartamento.
-Nos vemos luego-dijo.
“Sí, te creo”-pensé
El día de mi cumpleaños terminó sin baile, sin
obsequio y sin el más mínimo halago. Por un momento, quise tomar otro taxi e ir
a la fiesta de mi jefe, pero los zapatos nuevos me hacían doler los pies y
estaba ansiosa por liberar los dedos. Ya encontraría un buen pretexto para mi
jefe. Encendí la TV y me dormí.
Llegué a la oficina el lunes a primera hora. El
señor Sahasya hizo como que no me había visto. Los demás dejaron de hablar.
“¡Caramba, cuánto melodrama!", exclamé por lo bajo. Sin embargo, fui presa
de la preocupación: "¿Cómo me excuso, cómo me excuso…? La lluvia… ¡Sí! La
lluvia no me dejó llegar.” Disimuladamente, Nelly me hacía señas. La seguí a la
toilette.
-¡Metiste la patota, amiga!-exclamó.
-¿Por qué?
-Si hubieras escuchado lo que yo, sin querer. Lo
que le decía el señor Sahasya a su mamá.
-Ay, por Dios, ni que fuera para tanto…
-Si tú lo dices… No todos los días nos esperan con
una petición de compromiso y una fiesta sorpresa.
Olga Cortez Barbera
Imagen: es.123rf
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