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Sucedía
de nuevo. Él atravesaba una espantosa pesadilla. Sabía que estaba soñando y que
no podía despertar, como le sucediera en otras ocasiones, cuando en el espantoso
sueño se esforzaba por escapar de algún monstruo y el terror lo convertía en
un bulto rígido, incapaz de cualquier movimiento. En esos instantes, gritaba
sin que su voz emitiera algún sonido. Al final, cuando más asustado estaba, abría
los ojos. Luego, se alegraba de verse rodeado de los objetos familiares, y
sentía el alivio de encontrarse a salvo, en la placidez de su cama. Sí, sus
sueños eran extraños, llenos de alocadas alucinaciones.
Una
vez había soñado con un cielo índigo. En el centro, una luna redonda,
fantástica, de fríos destellos, iluminaba los misterios del universo. Él se
complacía en la serena admiración desde la ventana de una casa cerca del mar,
un mar completamente en paz. No se escuchaba el rumor de las olas. En el
patio había un aljibe que nunca antes había visto; sin embargo, sabía que era el
patio de la casa de sus abuelos, adonde iba cuando era niño. Por eso, aunque el
silencio lo incomodaba, se sentía seguro. De pronto, todo cambió. La luna se
precipitaba a tierra en enormes pedazos, como anchas saetas, y él temía ser
alcanzado. El mar comenzó a bramar, como posiblemente lo hacían los seres que
se consumían en las hogueras del infierno. No era seguro quedarse allí, como
una estatua. Debía escapar. En un segundo, sin tránsito alguno, como sucede
en los sueños, subía por las laderas de una montaña. Pero el mar había perdido
el timón de las mareas y convulsionaba en gigantescas olas. El nivel de las
aguas ascendía con violencia. No obstante, en otro segundo, ya estaba en la cima.
Desde allí, podía ver cómo la gente gritaba y era arrastrada por la fuerza de
las corrientes, mientras él se preguntaba si seguiría el mismo destino. El
horror le raspaba las paredes del estómago, pero de pronto lo supo: Esto no es más que un mal sueño. Después de esa noche, le fue fácil entender
cuándo le sucedía lo mismo, como ahora, que no podía despertar.
Generalmente,
soñaba a colores. Colores nítidos y brillantes. Pero este sueño discurría entre
brumas, y las imágenes eran opacas. Tenía que entrecerrar los ojos para ver
mejor. Estaba de pie, al borde de la autopista que serpenteaba la montaña, la
misma que transitaba cada día con su automóvil para ir a la oficina. A su lado, alguien le incitaba a cruzarla. Él
quería hacerlo.Los rayos del sol inclemente que atravesaban las brumas, se
reflejaban en los parabrisas y herían sus ojos. Los zapatos se hundían en el asfalto
casi derretido, pero no experimentaba calor. Mis sueños nunca tienen sentido, pensó.
Por eso no se preguntaba cómo había llegado a ese sitio. Cada vez que intentaba
atravesar la autopista, chirriaban los cauchos y se escuchaban las maldiciones
de los conductores. Él respondía con fuertes risotadas. El hombre lo había
retado, y él, que no era un cobarde, aceptaba experimentar el vértigo del
peligro. Le demostraría el alto grado de su intrepidez. No contaba con que
el otro era igual que él y se le adelantó. El golpe sonó tan verdadero que, por un
instante, creyó que estaba despierto y sintió miedo.
Huyó
de la escena, corriendo como loco, aunque sentía las piernas pesadas. Era un buey torpe y lento. Lo sobrecogió el remordimiento. Sabía que era una pesadilla. Más, eso no le condonaba la culpa. Aunque su compañero era un desconocido, no dejaba
de ser una vergüenza el haberlo abandonado. En el mundo real, él era incapaz de
un acto tan desalmado. ¿No eran los sueños disparatados e incongruentes? Tengo que despertar, tengo que despertar,
se decía, mientras lo arropaba la oscuridad. Se sentó, muy cansado, sobre el
pavimento. Le pareció que algo se movía entre las sombras. No se había
equivocado, eran seres sórdidos venidos del averno. ¿Venían por él? ¡Qué pesadilla
tan larga y tan absurda! ¿Por qué no puedo despertar? ¿Y si me quedo dormido
para siempre?
Quiso
levantarse del suelo. No pudo. El espacio se le hacía poco. Le costaba
respirar, como si estuviera encerrado en un ataúd. La sensación de claustrofobia
le generaba violentos latidos en el pecho. Comenzó a gritar. Los gritos, prisioneros
de las cuerdas vocales, no terminaban por salir. Su esposa dormía al lado. Si
tan sólo lo escuchara y lo sacara de esa pesadilla: Despierta, amor,
despierta, sólo es un sueño”. No, ella no
lo sentía. Y los monstruos tan cerca.
-¡Váyanse,
váyanse, por favor!-exclamaba.
No le hacían caso. Con ellos, unas arañas
inverosímiles tejían largas y viscosas mallas. Sintió escalofrío. No deseaba
quedar atrapado en ellas, como un pueril insecto. ¡Se sentía tan desamparado! Empezó
a llorar.
¿Por qué lloro?, se preguntó. Sé que es
otra de mis pesadillas... ¡¿Cómo hago para despertar?! ¡Lo tengo! Debo
tropezar con algo, o dejarme caer. El sobresalto me sacará de esto.
Aliviado
de todo terror, pudo levantarse y caminar, hasta que llegó, como en otro de sus
sueños, a la orilla de una alta montaña. Desde allí pudo observar una fantástica
escena: el manto de diademas luminosas que era la gran ciudad. Arriba, un cielo de
ensueño. Al fin, la pesadilla se volvería humo. Saltó. En el rostro, la brisa. En el alma, la irrealidad y la ingravidez
del vuelo. ¿Estaré muerto? No. En una mínima fracción de tiempo, comprendió que
estaba errado. Entre el delirio de los vapores etílicos y abrazado por el
pánico, supo que no estaba soñando.
Olga Cortez Barbera
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