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El reloj de la Torre La Previsora, la moderna
edificación de La Gran Avenida, marcaba diez minutos antes de la cita. A Magda
le gustaba estar a tiempo. Nadie podía calificarla de impuntual. Menos Blas,
quien seguramente estaba por llegar. Sólo de pensar en verlo aparecer, se le
aceleraba el pulso. Nunca antes había amado así. Cada encuentro con él era un
estallido de emociones. Siempre salían juntos de la universidad, pero en esta
ocasión fue distinto. Blas estaba en clases y ella había decidido aprovechar
para hacer unas compras. Acordaron encontrarse en la Torre. Luego entrarían al
cine.
La marquesina anunciaba la película del momento:
Fiebre de sábado por la noche. Ya ella la había visto varias veces, por el
influjo de la música, el baile y la figura felina de John Travolta. Sin
embargo, cuando Blas la invitó, obvió este detalle. Con tal de estar con él, no
le importaba cualquier película, aunque ya la hubiera visto. Y si era ésta,
mucho mejor. Aún faltaba un par de horas para la función. Por el temor de que
se agotaran, decidió comprar los boletos.
El cielo oscurecía, por el atardecer y las nubes grises. El tráfico era la cola de un lagarto perezoso.
La gente emergía de las oficinas para unirse al caos del regreso a casa. Ella
levantó la vista. El reloj marcaba apenas las cinco. Entró a la fuente de soda.
Sentada estratégicamente, no se le escaparía la llegada del novio. Le dijo al
mesonero que esperaba a alguien. Sin nada que hacer, retornó a los pensamientos
de los últimos tiempos: Blas.
Ella estudiaba en los pasillos de la Escuela de
Arte cuando alguien se sentó a su lado. Era el mismo joven que había visto en
la biblioteca, el mismo que le sonreía cuando se tropezaban por los senderos de
la universidad.
-Hola, ¿qué estudias?
-La pintura greco-romana.
-¿Cómo te llamas?
Así de simple, comenzaron a tratarse, a compartir
los tiempos que le permitían la Ingeniería y las Artes. Diferentes carreras y
almas gemelas, se dijo ella. Aparte de los buenos sentimientos y la
caballerosidad, le había atraído la estampa a lo John Lennon: figura
desgarbada, cabellos largos y lentes redondos. Le gustaban su mirada, sus manos
y lo ronco de su voz. Compartían el mismo sueño de llevar a buen fin los
estudios. ¿Cómo no enamorarse?
Vio
el reloj de pulsera. Los minutos andaban muy lentos. Frente a la mirada
inquisidora del mesonero, pidió un jugo. El lugar estaba lleno de ejecutivos,
oficinistas y estudiantes. En una mesa, un grupo hacía chistes y reía a
carcajadas. En otra, una mujer le daba de comer a su pequeño hijo, mientras que
el hombre junto a ellos, permanecía a un océano de distancia. Al lado, un señor
en canas tomaba de las manos a una jovencita. El nivel del jugo descendía
lentamente. Ojala le durara lo justo de la espera.
Cansada de lo que sucedía en la fuente de soda, comenzó a mirar hacia la calle,
de un lado a otro, igual que un pájaro en la cornisa. Una lluvia menuda hacía
que las personas abrieran sus paraguas o buscaran donde guarecerse. Y
Blas que no aparecía.
-Si
no se apura, lo va a agarrar el aguacero-pensó.
Se obligó a no ver la hora de nuevo. La impaciencia
ya comenzaba a torturarla. ¿Por qué no había llevado un buen libro o, al menos,
una revista? La palabrota la hizo voltear. Una mujer, una mole llena de
odio, insultaba al canoso de la mesa de al lado. De pronto, tomó del pelo a la
acompañante y la sacó de la silla. Todos salieron a la calle para ver cómo la
golpeaba, mientras que el hombre huía como un cobarde. La joven no se defendió,
ni nadie hizo el intento de hacerlo, hasta que alguien la cubrió con su
chaqueta y le ayudó a tomar un taxi. Magda no lograba zafarse de su estupor.
La ira de los relámpagos se desató. Y con ella la
locura en la calle. Las bocinas competían con los truenos. La gente, apiñada
debajo del alero, no le permitía ver más allá de la entrada. Magda no sabía qué
hacer, si quedarse allí o salir a empujones, aunque se mojara con la lluvia. No
le había dicho a Blas que estaría dentro
del local. Era capaz de que pensara, al no verla entre la multitud que
acampaba, que no lo había esperado. Pagó el jugo y salió. Sólo los autos
atravesaban la tempestad. En un rinconcito, Magda estiraba el cuello con la
esperanza de ver venir a su Blas en la distancia.
Quiso volver a la universidad a buscarlo, a pesar
del torrente de agua. La lluvia nunca la había detenido. Lo único malo era que
llegaría como un peluche chorreando, nada atractivo. Además, los ríos que se
formaban y cubrían las calles y calzadas no le permitirían llevar a cabo su
deseo. Y encontrar un taxi desocupado era una tarea imposible. Los semáforos se
negaron a funcionar y la anarquía se desencadenó. El diccionario de obscenidades
de los conductores sustituyó a los truenos. Frente a ese paroxismo, Magda
desplazó su impaciencia por la resignación. Lasa y pensativa, se olvidó
momentáneamente del tiempo.
Las personas comenzaron a moverse. Al fin podían
volver a sus hogares. El aire limpio y la brisa fresca calmaron los ánimos.
Eran las siete. En pocos minutos, empezaría la función. Aún había tiempo. Ya
nada le impedía a Blas llegar, y la distancia entre la universidad y el punto
de encuentro no era mucha. Magda se puso contenta. Pero, cuando todos entraron
al cine y se vio sola, se disgustó. Una rabia creciente se apoderaba de todo
razonamiento. No había excusas para el plantón. ¡¿Qué se había creído, que ella
iba a estar toda la noche esperando?!
-Me voy-se dijo-, allá él si no me encuentra… O,
mejor, espero cinco minutos más. Es posible que algo lo haya retenido y viene
corriendo por ahí.
Y entre cinco y cinco minutos, se hicieron las ocho
de la noche. Entre cinco y cinco minutos, se mezclaban la rabia y la esperanza,
hasta que ya no pudo más. Sin embargo, la esperanza, que era mayor y estaba
llena de triquiñuelas, la llevó a otra reflexión.
-Dios, ¿y si fue que vino y no me vio? A lo mejor
se fue a mi casa… O a la suya. ¡Tengo que llamar! ¿Dónde habrá un teléfono
público por aquí?
Marcó los números:
-No, Magdita, aquí no está-fue la respuesta.
Sintió desconcierto. ¿Qué podía haber pasado?
¿Dónde andaba? Entonces, recordó a Sandra, la compañera de clases, la ex-novia.
El mundo se le vino encima. Los celos, como una manada de sanguijuelas, le succionaron
el corazón. El dolor era terrible. Se sintió desvalida e insegura. La noche se
le hizo tenebrosa. Recostada a la pared, los minutos transcurrían entre la
impotencia, la tristeza y el desencanto. “Hubiera aprovechado el tiempo para
hacer otras cosas”. Ya casi se lanzaba al llanto, cuando escuchó una voz:
-¡Qué bueno, amor, que no te has ido!
El tiempo dejó de tener importancia.
Olga Cortez barbera
Este cuento me hizo recordar a Raúl y a mí en la universidad, precisamente... Lo malo fue que fue él quien precisamente tuvo que esperarme como dos horas.
ResponderEliminar¿Ah, sí? Al menos, imagino, ustedes se comunicaban por el teléfono celular. En aquellas épocas, esperábamos sumergidos entre la confianza y los imprevistos. La rabia por los plantones duraba hasta que se conocía la razón de ellos. Con todo, eran bellas épocas. Gracias por leer y comentar.
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