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EL HERMOSO HOY
Discurso de Eduardo Lalo
XVIII Edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos
Novela ganadora: Simone
La mayor parte de los habitantes del mundo poseen orígenes
definidos, estables, prácticamente incuestionables: un lugar, un pueblo, una
nación, un documento estatal, que establecen claramente sus coordenadas
personales. Sin embargo, existen también otros habitantes del planeta cuyos
orígenes son preguntas, equivocaciones o condenas. Recuerdo mis tiempos de
estudiante en Europa, cuando invariablemente me detenía la gendarmería francesa
en sus puestos de frontera. Recuerdo cómo el ceño del oficial se fruncía al
examinar mi pasaporte, cómo comparaba la foto con mi cara, cómo volvía sobre el
documento, cómo me dejaba esperando ante el mostrador y regresaba con un
superior que, luego de examinar nuevamente las páginas de mi documento de
“identidad”, me preguntaba con una mezcla de desprecio y celo policiaco: “Qui
etez-vous?”, “¿Quién es usted?”.
En ese documento que permite acceder al resto del mundo, se
consignaba sin explicación un puñado de datos desorientadores que en mi caso
confundían orígenes con legalidades. En el pasaporte no estaban mis lealtades
o, lo que es lo mismo, la explicación de mí mismo dada desde la consciencia de
los afectos. En ese pasaporte concedido a Eduardo Alfredo Rodríguez Rodríguez
se le informaba a los aduaneros del mundo que el que tenían ante sí era un
ciudadano estadounidense nacido en Cuba y (en esa época, hace unos 30 años, y
he aquí otra instancia por la que ha aumentado nuestra invisibilidad) que este
documento había sido emitido por el Departamento de Estado del Estado Libre
Asociado de Puerto Rico. En lugar del pretendido efecto clarificador del
pasaporte, entregaba un documento opaco y turbio. Desde entonces, he debido
sintetizar en las fronteras en las que he sido detenido una formulación factual
que resulta para muchos casi incomprensible: “No soy estadounidense, no soy
cubano, soy puertorriqueño”. La explicación larga de esto, la abarcadora pero siempre
incompleta, se halla de maneras no del todo evidentes, en mis libros.
A veces alguien tiene la fortuna, y ésta aumenta en aquellos
cuya historia familiar está asociada al exilio, la lejanía y la pérdida, de
hallar un lugar en el mundo. Recibí este don cuando apenas tuve consciencia de
mí mismo, montado en una bicicleta en cuyo manubrio iba trabado perennemente un
guante de béisbol. En cualquier calle se armaban partidos con jugadores que
ahora bateaban y corrían las bases, pero que sólo un rato después se
reagruparían en nuevos equipos, luchando bajo los aros de una cancha de
baloncesto. Allí, entre esos muchachos, supe ya lo que ningún pasaporte ni
ningún oportunismo podía confundir ni negar: era como cualquiera de mis amigos,
era un puertorriqueño más. Conocí así lo que muchas décadas después descubriría
en una frase de Derek Walcott: que “el propósito de la poesía es quedar
enamorado del mundo a pesar de la historia”.
Durante décadas mis pasos me han llevado por las calles de San
Juan hasta la gran explanada que queda ante el Castillo del Morro, la fortaleza
principal del sistema de defensas que construyó la corona española. Por siglos
nuestra ciudad fue la boca de América. Allí comenzaba su cuerpo de casi
incontables miembros y comenzaban también, luego del azaroso cruce de los
mares, las palabras que se compartían desde ese litoral hasta la Patagonia. He ido
allí incansablemente desde que supe que mi vida estaría asociada a la
escritura, desde que en una noche lejana de París Eduardo Rodríguez se convirtió
en Eduardo Lalo. Me paro en lo alto de las murallas y observo el mar, la lejana
línea del horizonte que tantas veces he fotografiado. Para los isleños, el
océano puede ser un desierto. Todo o casi todo llega por él, pero a la vez ese
espacio es infranqueable. Uno queda allí, sobre la muralla, en el límite de lo
habitable, observando el punto más distante. Pero allí también, el escritor que
llegué a ser descubrió el poder devastador de la indiferencia y el silencio.
Por esto, probablemente, regreso a esa muralla a contemplar un silencio y un
espacio sin límites, a los que aparentemente no hay nada que oponerles. Ante
ese vacío entendí que tenía que aprender a sobrevivir a ese océano, que era la
imagen de la distancia, el abandono y el aislamiento, y que esta lejanía del
mundo había llevado a su fin a tantos artistas y escritores del Caribe. Allí,
sobre la muralla, me percaté de por qué las palabras morían tantas veces en
nuestras bocas y en nuestras páginas; conocí cómo la historia era una máquina
de invisibilizaciones; supe cómo en Puerto Rico la respiración estaría siempre
en lucha contra la asfixia. Al igual que en las más altas montañas del planeta,
el mar que nos separaba y desdibujaba era una zona de la muerte.
Un día, ya no recuerdo cuándo, supe desde lo alto de esa
muralla, con la vista clavada en el horizonte, que era desde ese lugar que
debía pensar y escribir. En realidad mis pies pisaban un espacio incomparable.
No era un ámbito menor ni prescindible, como tantas veces las toxicidades de
nuestras dos conquistas —la española y la estadounidense— nos habían llevado a
pensar. Era un lugar privilegiado para reescribir el mundo, un espacio de
visión, un lugar al que sólo se podía arribar después de recorrer muchos
caminos. Era, es cierto, un sitio roto, sucio, a veces nimio, pero en él se
encontraba todo lo humano. Allí estaban también todas las palabras. Si hubo una
epifanía ante ese mar, fue que nuestra pobreza me daba una libertad enorme.
Sobre esa muralla supe que muchos otros, de los más diversos países y épocas,
habían observado también ese horizonte, pero que en su caso podía haber sido un
desierto o una cordillera, la pampa o la favela, la injusticia, la locura o la
sexualidad, y se habían dado cuenta como yo de que en lo sucesivo su deber era permanecer
allí hasta que la lucidez redefiniera el dolor.
En algún lugar dije que escribo para reivindicar nuestro derecho
a la tragedia. Sobre esa muralla del Castillo del Morro, en San Juan, supe que
mi palabra, como la de mi pueblo, como la de tantos hombres y mujeres y pueblos
del mundo, se construiría cuestionando, luchando, rompiendo los pasaportes que
nos había reservado y a veces impuesto la historia. Así supe que con sólo ser
puertorriqueño podía ser griego; que la tragedia que nos había formado no era
menor a ninguna. Así ese mar dejó de ser un desierto y fue a la vez el de
Odiseo y el de los arahuacos que desde la costa de Venezuela circularon en dos
direcciones, hacia el norte y hacia el sur, poblando el Caribe y Suramérica
hasta Brasil y Paraguay. De alguna manera, las palabras y sus sombras nos
habían permitido sobrevivir y nos hacían posible el viaje a cualquier tiempo y
a cualquier lugar, a pesar de las tempestades y los naufragios de nuestra
historia.
Y así he llegado aquí, ante ustedes. Vengo de Puerto Rico,
frontera extrema de América Latina, el único país latinoamericano conquistado
dos veces. El país al que la administración colonial española le negó la
imprenta hasta comienzos del siglo XIX, al que no le permitió crear una
universidad por más de cuatro siglos, al que entregó como botín de guerra, como
si fuera una hacienda o un cargamento de azúcar, a su nuevo dominador. Soy de
ese lugar que acaso vivió la globalización antes que cualquier otra sociedad,
aun antes de que existiera el término y el conocimiento, tanto de sus
consecuencias como también de las formas de oponerla. Soy de un país que
resistió solo, por la fuerza de su propia cultura, a las imposiciones
imperiales del país que domina y seduce desde el comienzo del siglo XX. Soy de
la sociedad que tiene al preso político que lleva más años en una cárcel en
toda la historia de las Américas, acusado de haber conspirado sediciosamente
contra un país al que no pertenece. Oscar López Rivera lleva 32 años en
prisión. Su libertad está al alcance de una sola mano de un solo hombre. Se
consigue con una firma humanitaria. Con una firma que será digna para todas las
partes. Pertenezco a una larga lista de escritores marginados, cuando no
ninguneados, por el peso de un gentilicio que difícilmente se asocia a la
grandeza y la victoria. Brillantes artistas cuya luz fue consumida por el
aislamiento y la debilidad de las instituciones culturales puertorriqueñas,
víctimas de nuestra incapacidad de autorrepresentación y, a veces también, de
autorrespeto. Digo aquí, como un murmullo, como un sonido llegado más allá de
los mares, como reivindicación y acto de justicia, tres nombres que representan
a una legión. Que estos muertos homenajeen a tantos vivos: Manuel Ramos Otero,
José María Lima, Víctor Fragoso. Vengo y regresaré a una sociedad perpetuamente
amenazada de muerte por sus fantasmas, por sus terrores, por sus cobardías.
Pero estoy aquí con todos mis muertos y todos mis compatriotas.
En un momento único como este, recuerdo y reivindico las
voluntades de la palabra, las posibilidades enormes de la literatura. El
escritor marca la superficie del mundo con el paso de su sombra. El texto,
contrario a las apariencias, es una forma efímera. En la “Canción de
Xaxubutawaxugi”, uno de los últimos Aché Guayaki del Paraguay, dice su autor
ante una noche en la selva equivalente a observar el horizonte desde una
muralla de San Juan. Los versos son de una casi insoportable belleza:
Yo mismo
solo y sin nadie en el mundo
tengo ya el hermoso hoy.
solo y sin nadie en el mundo
tengo ya el hermoso hoy.
Los hombres y las mujeres que ejercen cierta práctica de la
escritura pueden comprender el abismo salvador presente en estas palabras.
Luego de escucharlas, la noche no será ya la misma por haber conquistado la
plenitud de su momento: el “hermoso hoy”. Ningún pasaporte, ninguna ley
imperial, ninguna de las incapacidades históricas de nuestra nación, puede
destruir o silenciar completamente lo que generaciones de hombres y mujeres han
descubierto frente al océano que los separa y los reúne, en las palabras que
han reunido cercados por el mar y por la historia.
En la pobreza que me compone tengo ya al “hermoso hoy”.
Agradezco profundamente que sea aquí en Venezuela, donde quizá por primera vez
en mi vida, haya sacado del bolsillo mi verdadero pasaporte, aquel en que
ninguna de sus palabras me niega o me condena. Por fin, luego de leer mis datos
opacos y turbios, ninguna autoridad me detiene. Así, como los antiguos nautas
del Caribe, viajo hacia el norte y hacia el sur, del Mar de las Antillas a la
costa venezolana y más allá. Voy y a la vez regreso y ya no sé exactamente lo
que significan los puntos cardinales, las islas o los continentes, porque esta
noche mi pasaporte ya no es una equivocación o una decisión tomada por un
extraño, una agenda inconclusa, una incapacidad histórica o un cúmulo de
renuncias, sino una forma en que generaciones de puertorriqueños se han
enfrentado a las violencias de su historia, al vacío del océano, a su dolor, a
su lucha, al fracaso, y han formulado así palabras que se unen a las voces de
todos aquellos que se han enfrentado en cualquier tiempo y lugar con los
límites de sus cuerpos y sus sociedades.
Pronto volveré a San Juan. Iré a la muralla y encontraré de
nuevo el océano. Haré como Xaxubutawaxugi en la noche de la selva. Recordaré la
valentía y la dignidad de la palabra. Entonces volveré a sentir más allá del
océano, más allá de la historia, el “hermoso hoy”.
Fuente: Letralia, Tierra de
Letras
Un hermoso hoy que está compartiendo con cada uno de sus compatriotas que se enorgullece de sus palabras. ¡Enhorabuena, Eduardo Lalo! Gracias por ser boricua.
ResponderEliminar¡Enhorabuena, Puerto Rico! Siluz, me uno a tu alegría.
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