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En el universo todo era posible. Por eso, el cuento de Kafka, el escritor
checo, no lo dejaba dormir. La metamorfosis experimentada por Gregorio Samsa
podía sucederle a él también y encontrarse con que, al despertar, ya no fuera el
mismo, si no alguien enclaustrado en la membrana de cualquier insecto. Con la
luna amarillenta acompañando su desvelo, él meditaba sobre ciertas cosas: una
crisálida se transformaba en mariposa, una larva en renacuajo y una criatura en
adulto. Todo obedecía a un proceso natural y, una vez alcanzado el fin, ya no
era viable imaginar que ellas pudieran convertirse en dinosaurio, unicornio o
calabaza. Si sabía que eso era así, la mutación de un mamífero a insecto no
resultaba más que una alocada fantasía. Entonces, ¿por qué no podía dormir? Tal
vez porque las voces de los libros que leía le manifestaban que sucesos que
anteriormente se consideraron absurdos, en la actualidad se convertían en
realidades irrefutables. Descubrimientos que superaban, según entendía, hasta
los límites de la ficción. La vida misma, con su sinfonía de contradicciones,
eventualmente sumergida entre el limbo y la utopía, ¿qué tanto era verdad y qué
tanto ilusión? Entre lo absoluto y lo relativo, él se desenvolvía en el ámbito
propio de la juventud. Sin embargo, a veces le parecía que su propia vida
flotaba entre el mito y la realidad.
Su mayor pasión era la lectura. Y por tal virtud, ahora comprendía que más allá
del propio entorno se explayaba un horizonte mayor al enseñado por los
maestros. A pesar de sus pocos años, había leído libros de todo tipo:
literatura pagana y religiosa; lo de aquí y lo del más allá. Lo mitológico, la
cábala y la poesía ocupaban un lugar privilegiado en sus lecturas. Inquiría
sobre la historia de la creación, la humanidad, el origen de las especies, la
teoría de la relatividad, los agujeros negros; temas que exacerbaban la
imaginación y le convencían de que todo era posible, como en ese momento, que
luchaba para no rendirse al sueño y no despertar hecho presa de su temor.
Sucedía
que parte de la disciplina deportiva del internado consistía en escalar las
altas montañas. Por eso, el día anterior, después del largo entrenamiento
físico, él y sus compañeros llegaron extenuados. Cenaron y todos se fueron a
dormir, menos él, que prefirió ir a la biblioteca. Cansado de hurgar entre los
estantes, escogió un libro al azar y regresó a la habitación. Los compañeros
dormían bajo el peso del silencio. La luna, que en esa parte del mundo era más
brillante y fantástica, le permitía leer sin molestar a nadie. Rápidamente se
dejó atrapar por la historia de Samsa. Al terminar, meditó sobre lo que había
leído, dejándose abrumar por las extrañas cavilaciones; luego, no pudo cerrar
los ojos. Al amanecer, no le sorprendió que el desvelo le consumiera las
energías, dificultándole el acostumbrado ascenso matutino. Durante el día, le
vieron pensativo y disperso.
Llegada la noche, se acostó temprano, sólo para dar
vueltas en la cama sin conciliar el sueño. Así estuvo hasta que el cansancio lo
venció. Lo abrazó un sueño profundo, sin poder evitar deslizarse hacia
una pesadilla. Allí, se sentía abrumado por el agotamiento, pero como en la
realidad, también se negaba a dormir. El esfuerzo era insoportable. Mientras
más sueño, mayor era la resistencia. Pero al sueño no hay quien lo doblegue.
Los párpados traidores se rindieron. Cuando despertó, en la misma pesadilla,
pudo apreciar, aplastado por el pánico, que su estampa de gladiador estaba
encajonada dentro de la cáscara de un crustáceo. El sobresalto fue tan fuerte,
que se cayó de la cama. Se paró y fue al espejo. El resoplido eliminó su
angustia. Era el joven atlético de siempre. En la habitación todo estaba
en orden. Caminó hacia la ventana. Amanecía. ¡Qué hermosos los destellos de
cuarzo de las montañas! Sus compañeros iban a buen trote. “Debo alcanzarlos”,
pensó. Como de costumbre, los centauros subirían por las laderas del Olimpo.
Olga Cortez Barbera
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