Se llamaba Linda. Un nombre simple, uno de tanto. Cuando lo
escucho, vuelve su recuerdo y me emociona. Ella despertó un sentimiento
especial en mí. Hoy no está, pero siento su presencia continuamente, en las
habitaciones de la casa y en mi corazón. Parece, en el silencio de la noche, que
escucho el sonido de sus pequeñas uñas sobre el piso. A veces imagino que se
asomará a la puerta de mi cuarto, como de costumbre, y me verá con su mirada de
compañera fiel. Me digo que no es posible y pregunto: ¿cuándo se aliviará este
dolor?
Linda llegó a mi
vida como el regalo que se espera, sin saberlo. Era una pequinés, enrazada con
pomerania, tan pequeña y peluda, que parecía una mota con patas. Entró por la
puerta sin pedir permiso, como si supiera que mi casa sería la suya desde ese mismo
momento. Se contorneaba de tal manera que pensé: “un poco más y se desbarata”.
Pronto entendí que era su manera de expresar sus emociones. La tomé entre mis
manos y, al apoyarla en mi pecho, sentí que halaba el cordón de mi ternura.
Era tan indefensa que quise protegerla. Mi cuñada me la dejó a cambio de
uno de los peluches que adornaban mi habitación.
Entre Linda y yo
se estableció un nexo instantáneo. Aceptaba al resto de la familia, pero
conmigo era especial. Cuando yo llegaba a casa, después del trabajo, me recibía
saltando de emoción. Andaba conmigo de un lado al otro. Lo mismo cuando me
preparaba para salir. Quería que la llevara a todas partes Y si había algo que
me causara tristeza, de inmediato, ella entristecía.
Quien no ha
tenido una mascota posiblemente no lo entienda. No ha tenido la oportunidad de
sentir esa lealtad, de comprender que existen animales, de diferentes
razas y especies, que esperan tener la suerte de encontrar a alguien los
adopte. Esas criaturas entregan sus vidas con plena confianza, y demuestran su
gratitud con un lenguaje corporal, fácil de ser entendido, y que no
tiene otra traducción que la del amor más puro.
Tuvimos que mudarnos. Linda corría entre
cajas y muebles arrumados. Frente al temor de que pudiera lastimarse, la
llevé en el bolso colgado al hombro. Con sus patas apoyadas en el borde,
vigilaba el movimiento de la mudanza. Cuando llegó al nuevo hogar
lloriqueó hasta que la curiosidad la obligó a hurgar los rincones. Se adaptó.
Pronto avisaba que debía salir, si no queríamos que mojara los pisos de la casa.
Así pasaba el tiempo, ella a mi lado, yo consintiéndola más. No se me ocurría
pensar que ella pudiera irse.
Tal vez por eso no me alarmaban sus eventuales
enfermedades. Una visita al veterinario y ya retozaba de nuevo. “Las razas
pequeñas duran mucho—decía él—, bien cuidada, pueden vivir más de quince
años”. “Un tiempo largo”—pensé—. Pero cuando la enfermedad no se
fue y comenzó a dejar sus huellas, entendí que ella podía morir. Caí en cuenta
de que la mayoría de esos años habían transcurrido; sentí que demasiado rápido.
Mi no novio también la quería,
aunque a veces decía, en juego, que mi amor por ella era más grande que
el mío por él. Yo le aseguraba que eran dos amores diferentes. Sin
embargo, a veces no dejaba de sentir celos. Linda lo intuía y se le acercaba
mimosa. ¿Cómo resistirse a aquella ternura canina?
Linda no sólo era querida por nosotros.
Supo ganarse el cariño de todos: de mi madre, que la cuidaba mientras yo estaba
ausente; de mi abuela, que la atendía como a otro de sus nietos; de mis
hermanos, que la llenaban de cariños; de mis amigas, de los vecinos, de los
vigilantes del edificio; de todos los que la conocieron.
Mi novio y yo la paseábamos por las calles
al anochecer. Luego, por los parques del conjunto residencial. Allí la
dejábamos explorar los jardines. Mientras ella olfateaba entre los arbustos,
nosotros contemplábamos el cielo. Nos gustaba observar la luna, contar
estrellas y buscar naves espaciales.
Linda nunca quería regresar. Se escondía
detrás de los arbustos para que no la encontráramos. Mi novio la llamaba con
voz fuerte y ella asomaba su cabeza. Él le hacía creer que estaba enojado.
Linda salía de su escondite con las orejas bajas y la cola entre las piernas.
Con el corazón encogido, yo la tomaba entre mis brazos y le hablaba chiquito.
—Por eso es desobediente, porque la
malcrías—decía él, a través de una media sonrisa.
Con mi familia, fuimos a la playa. Cómo se
divertía ella... Me gusta contemplar el mar y caminar sobre la arena. Ese día,
ella me acompañó en mi recorrido sobre la arena. Al principio, caminó con
cautela. Después, cuando se dio cuenta que el agua no era una amenaza, se metió
al mar, hasta que las olas la obligaron a correr tras de mí. Una vez que me vio
tendida sobre la arena, me miró con sus grandes ojos marrones y volvió al agua.
Jugó con el vaivén de las olas largo rato.
Cuando ella y yo íbamos solas al parque,
me dedicaba a observar el entorno. Y aunque eran las cosas de siempre, comencé
a darles otra dimensión: a la brisa, a las flores, al rumor de los árboles. Al
brillo del sol sobre las hojas, al aroma de la tierra después de la
lluvia, al cielo despejado de nubes nómadas. Contemplé con nuevos ojos el
reverdecer de la grama en el invierno, la sequía y el resplandor del
verano, el aleteo de las mariposas, el vuelo de las aves y el renacer de las
cayenas. Descubrí, con el asombro de la niña que una vez fui, el mundo que se
mueve a flor de tierra, donde una multitud de insectos conviven
ajenos a la vida humana.
Por las noches, ella abandonaba su
lecho y se acercaba a mí. Al sentirla, yo no podía evitar acostarla a mi lado.
¡Cuántas veces escuché sus ronquidos cortos y los lamentos de sus
posibles pesadillas! Muy temprano, en la madrugada, Linda me despertaba.
Era un rito jugar hasta que se aburría. Luego, regresaba a dormir, sin
importarle que yo no pudiera conciliar el sueño.
Cuando yo llegaba a casa, la subía para
acunarla entre mis brazos. Ella se dejaba mimar como si fuera un bebé. La
costumbre era tanta que, ahora que no está, extraño el contacto de su
pelaje suave. Deseo encontrar su mirada por los rincones, pero sólo tropiezo
con el suelo frío. Siento un dolor en la garganta: “Linda, ¿dónde estás?”
A primera hora de un domingo recibí la
noticia, después de los tres días que estuvo internada en la clínica
veterinaria. Me costaba entender la voz al teléfono: “muy delicada… riñones
dañados… intolerancia a la insulina…” Pero cuando dijo: “Se nos fue”, me
doblegó un fuerte sentimiento de dolor. Mi Linda, mi compañera fiel, había
dejado de luchar. No más medicinas, no más agujas, no más sufrimientos...
Desde que no está, las noches se hacen
largas. Me despierto a cada momento y no me gusta la oscuridad. Me asomo a la
ventana y no quiero buscar naves espaciales en el cielo. Prefiero observar las
estrellas; quiero creer que Linda está en una de ellas. Desde la penumbra de mi
cuarto, parece que los jardines lloran, pero soy yo quién lo hace. Mi familia
me mira y entiende. Mi novio me consuela y dice que la deje ir. Sé que debo
despedirme, pero temo que, al hacerlo, ella crea que estoy traicionando su
lealtad. Todos dicen que el tiempo aliviará el dolor. Miro alrededor y la vida
continúa ajena a mi tristeza.
En este momento me pregunto porque escribo
estas líneas. Tal vez para aliviar la pena, un reconocimiento a su entrega
incondicional, o como un pequeño homenaje a esas criaturas que nos confían su
existencia, dignas de nuestra consideración y respeto. ¿Dónde está escrito que
tenemos el derecho a lastimarlas?
Linda, con la nobleza propia de los seres
puros, amplió mi capacidad para dar amor y me hizo comprender que una mascota
es mucho más que eso y va más allá de una mirada fiel.
Olga Cortez Barbera
Agosto de 2001
Arreglo fotográfico de Patrick Astorga
Hermosa historia. Cuantas veces todos no hemos anhelado un amor así, puro desinteresado y sincero, aunque Linda haya partido a otro lugar lejos de ti físicamente, seguro te acompaña de otra forma, y le brindo a las personas cercanas su "lINDA" compañía y la oportunidad a ti de descubrir tantas cosas aunque pequeñas, grandes en belleza.
ResponderEliminarYo perdí hace muchos años a mi amiga se llamaba Margarita ese nombre se lo coloco mi hermano desde el principio me pareció muy chistoso, lamentablemente murió, y desde ese día no he podido volver a tener una mascota porque sufrí mucho cuando la perdí y no me siento capas de volver a enamorarme de una mascota y perderle.
ResponderEliminarHermosas son tus palabras, Ana. Gracias por leer. Sí, tienes razón cuando hablas del dolor que nos causa su partida. Mira, Linda y Bella siempre están conmigo. Cada una en su propio espacio dentro de mi corazón. Ahora tengo a Guayabita que, muy astutamente, fue fabricando su propio espacio dentro de él. Sé que volveré a pasar otro fortísimo dolor, si se va antes que yo. Pero pienso que si me hubiera aferrado a la idea de no sentir dolor, ella, que la mayor parte de su vida vivió en un refugio canino, y que nadie la quiso por la edad y por lo mestiza, no hubiera tenido la oportunidad de conocer la alegría de sentirse querida y protegida. Un beso
ResponderEliminarOlga que hermoso escribes, que carino tan profundo...... admiro a los que pueden tener sus mascotas y amarlos! que bueno que tienes a Guayabita cada uno en su espacio, cada uno en el corazon!
ResponderEliminargracias por el amor, se que tendre mi perro aqui en esta ciudad, son una maravillosa compania!
Hola, Marisela. Gracias por leer y por tus lindas palabras... Te digo algo, no te arrepentirás. No lo escojas por la belleza o la raza. Que lo decida tu corazón. Deberás tenerle paciencia. El primer año, suelen ser unos terremotos y quieren acabar con todo. Después cambian y se convierten en los mejores compañeros. Una pregunta: ¿Eres hermana de Carlos Rojas?
ResponderEliminarMarisela, ¿cómo puedo entrar a tu blog? Gracias
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