Sobre una góndola zarca,
entre florecillas de Murano,
poemas perdidos
y sueños inconclusos
surca el mediterráneo
hacia los mares perpetuos…
Murió
tía Paula y pareció que a nadie le importaba, salvo a mí. Quizás porque la ausencia
la convertía en una anécdota, una ficción, un recuerdo marchito. Cada vez se
hablaba menos de ella, pero si alguien lo hacía no preguntaba: “¿Qué será de
Paula?”, sí no: “¿Seguirá viva la loca ésa?” Es que nunca encajó en el
rompecabezas conservador de la familia, donde todo era un tabú o un misterio.
En la maraña de prejuicios, se sentía apresada. Y ella necesitaba soltar a los aires
los pensamientos sin fronteras para poder subsistir. En casa era un sacrilegio
opinar diferente. Y ella, que lo era, supo siempre que debía escapar.
Murió
y la noticia fue una más en la rutina donde languidecían las señoritas longevas
de sus hermanas, a quienes seguramente los años les daban una dimensión
distinta a la mía sobre la muerte. A esas alturas, era ésta una etapa más de la
vida que llegaba sin causar dramas. ¿O era que sus existencias insípidas veían
en este paso la liberación que no tuvieron en la juventud? No lo sé. Sin
embargo, no dejó de sorprenderme la tranquilidad con que me lo dijeron:
-Así
es. Y parece que te dejó su secretaire. A lo mejor, eres tan chiflada como ella
y sales corriendo a buscarlo.
El
secretaire de tía Paula…, el hermoso mueble barroco que hacía estallar mi
curiosidad e imaginación. Ella pasaba las horas sentada frente a él,
escribiendo cartas y notas. Las mismas horas en que yo, observándola, sentía
que era la madre que había perdido entre las garras de un parto adverso. Mi
padre sucumbió a la soledad en que había quedado y también se fue. “Quiero que
seas mi mamá”, le dije un día. Sólo sonrió. Con la sabiduría propia de mi corta
edad, pude entender que mi tía era de una madera distinta, capaz de darme su
amor especial, pero sin dejarse atar por el compromiso. No era extraño que se fuera
para no regresar.
Antes
de ese día, recorrió el mundo, hizo innumerables amistades y tuvo amores
variopintos. Sin tener con quien compartir sus secretos en casa, decidió recurrir
a mí, la entendiera o no. Resulté ser la mejor de las oyentes, fascinada por
las historias fantásticas extendidas desde La Patagonia hasta los umbrales congelados de Alaska, entre los
mitos de las regiones nórdicas y los tesoros históricos de Europa, la cultura
enigmática de Asia y el estallido montaraz de las selvas africanas. En cada vuelta al
hogar, se ganaba la reprimenda de mis abuelos, que partieron sin poder doblegar
aquel espíritu bohemio y aventurero. Entre tanto, se acumulaban en las arcas
del secretaire fotos, postales y pequeños souvenirs.
-Toma
la llave. Sólo tú puedes abrirlo. No le digas a nadie que la tienes.
A
la hora de la siesta o de las ocupaciones domésticas yo, en ausencia de tía
Paula y libre de responsabilidades, corría a hurgar la fuente de los misterios.
Así, pude verla parada en medio de un río bravo o en la cima de una pirámide,
sobre el lomo de un dromedario o frente a un templo budista. Así, conocí los
versos escritos por ella a los romances de otras tierras. Ella viajaba y yo
crecía.
-¿Estás
enamorada, tía?
Respondía
con carcajadas, hasta que dejó de ser la misma, después de que regresara de una
isla caribeña. Andaba por la casa, lejana y pensativa.
-Ahora
sí que la compuse, sobrina. Me enamoré de un poeta cubano. Y yo no quiero quedarme
allá, y él no muestra deseos de querer vivir conmigo.
Ella
hablaba del encanto de la isla, de sus aguas de fábulas y la calidez de sus
habitantes, del día a día de una vida distinta y, sobre todo, de él. Nunca me
dijo el nombre. Sus travesías mundanas se volcaron hacia un solo destino: un
amor intermitente que saltaba de aquí a La Habana , y se arrastraba penosamente al regreso. Se
hundía entre la felicidad de sentirse amada y la tristeza de la separación
continua. Por eso, cuando ya no supimos más de ella, presumí que la habían
domado el fuego de la pasión, la poesía y la cadencia del sonero. Yo, traspasada
la adolescencia, romántica y soñadora, la creí presa de un sentimiento
infalible.
-¿Me
dejó su secretaire?-pregunté-¿Debo a ir a Cuba?
-Nada
de eso. Se lo llevó a Venecia.
“¡Venecia!”,
exclamé para mí. ¿Por qué allá y no en Cuba? ¿Qué había sucedido? ¿Acaso fracasó
aquel amor de novela? Una cosa era ir por el secretaire a la isla,
relativamente cerca, y otra cruzar los mares, hacia el viejo continente, a
tantas millas de distancia, ahora cuando la fortuna nos había jugado algunos
reveses económicos. Estuve a punto de desistir, pero cuando recordé la magia
del pasado resguardada en las gavetas y lo que podía descubrir, no dudé.
Llegué
a mediodía, a pleno sopor del verano. Recorrí callejuelas empedradas e
innumerables puentes, fascinada por lo que veía. Toqué a la puerta de una casa
de paredes cascadas. Me recibió una señora que hablaba el español con un
marcado acento italiano.
-Tú debes ser la
sobrina de Paula.
Me llevó a una
habitación rodeada de muebles de estilo y papel rococó. La mujer salió y cerró
la puerta. En una esquina, el secretaire, protegido de los rigores del tiempo,
se mantenía casi igual. En ese momento, sentí cuánta falta me había hecho ella.
Recordé las lágrimas y la decepción cuando me convencí de que ya no volvería y
el mundo sombrío que me envolvió, hasta que salí de casa y formé mi propia
familia.
Comencé a revisar. Cuántas
fotos viejas, cuántas cartas devueltas, cuántos versos inconclusos, cuánta
soledad plasmada en sus escritos. Entre tantas tristezas y nostalgias, un
testimonio feliz: la foto, donde ella sonreía, al lado (lo intuí) del cubano de sus sueños, en un malecón y con el
mar de trasfondo. Luego tropecé con la crueldad del mensaje enviado por sus hermanas: “…ya
nuestros padres no están para que te alcahueteen. Somos unas mujeres decentes,
por eso tienes prohibido traspasar las puertas de este hogar. Ve a ver qué
haces”.
No podía quedarme
mucho tiempo en aquella decadencia de ensueño. Así que lo aproveché organizando
las cosas personales de tía Paula. Unas se irían conmigo, otras con quien las
necesitara. Luego, escuché las confidencias de Fara, la persona que me había
recibido, y a quien mi tía conoció en uno de sus viajes:
-Anota la dirección,
Paula, me encantaría que fueras a visitarme.
Nunca imaginó Fara que
la magia de Venecia hechizaría a aquella turista, convertida, después, en su buena
amiga.
Regresé un
atardecer. El sol extendía su túnica de tisú sobre aquel mar de aguas
tranquilas. En el vaporetto, rumbo al aeródromo, el pensamiento se me desbordó
de imágenes: tía Paula, en un último beso apasionado, despidiéndose de Cuba,
para no acabar el amor a fuerza de hastíos y rutinas; contando las monedas para
elegir la ruta de un nuevo destino; vendiendo piezas de Murano a los ríos de
turistas; escribiendo versos en el Café Florián o sobre una góndola, entre el
vaivén de los canales y las campanadas de San Marco; contemplando el horizonte
hacia los orígenes a los que no pudo volver… Ya en las alturas, desde la ventanilla
del avión, observé el jardín de cúpulas que se cubría con la oscuridad
creciente. Sentí el mismo sortilegio que había atrapado a tía Paula. “Si
pudiera”, pensé. Me esperaban en casa.
Olga Cortez Barbera
Imagen: es.fotolia.com
Me he sorprendido mucho al leer su cuento. Esta cargado de muchas imágenes que lo meten a uno dentro, y lo convierten casi en un personaje más. Hermoso es lo que logra con el viaje a Venecia y su asociación con Cuba. Momentos culminantes sobre el contenido del secretaire de la tía Paula. Es una mezcla entre ansiedad y misterio que no llega a definirse. La felicito!!!
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