Cada
mañana era lo mismo: el tazón de avena para controlar el colesterol (según los
consejos de mi vecina), el jugo de naranja, rico en vitamina C, la caravana de
píldoras para batallar contra la hipoglicemia y la posibilidad de un accidente
cerebro-cardiovascular, la Naturaleza Muerta en la pared, con las frutas sobre el
mantel y dentro de un marco desgastado por el tiempo… Un poco menos de
movimiento y yo me convertía en otro objeto inanimado dentro del comedor. Los
quehaceres domésticos se desvanecían entre los pasillos de los pensamientos. Me
daba por recordar y los recuerdos se deslizaban sobre los cristales empañados
de la memoria. Solía preguntarme si sucedieron así o me los reinventaba. “Las frutas
sobre la mesa” de la pintura me permitían rescatar algunas historias de lo que
fuimos mi esposo yo.
El
bodegón lo compramos en la Plaza de Tertre, en la colina de Montmartre de
París. Yo moría por las bailarinas de Degas y el Fauvismo de Matisse. Sin
embargo, no me importó ceder frente a la pasión de Antonio por los bodegones de
Édouard Manet. Entre tantos lienzos colmados de frutas, flores y vasijas
optamos por el óleo que, desde aquellas épocas, ocupa el centro de la pared
sobre el seibó. De más está decir que no era un original; sin embargo, debimos
sacar cuentas y hacer a un lado las decenas de macarons y crépes Suzzette que deseábamos
disfrutar en el Café de Flore o en la intimidad de la habitación.
La
luna de miel la hicimos con la ayuda de la familia; un regalo de bodas invaluable.
Antonio pensaba que, bien planificado, podíamos viajar por toda Europa.
Influenciada por el cine galo, las novelas francesas y las canciones interpretadas
por Charles Aznavour y Mireille Mathieu, los cantantes de moda, le pregunté si
podíamos quedarnos en Paris. En un mínimo apartamento de la Rue Paul Fort,
comenzó la idílica aventura. Enamorados y con un entusiasmo casi infantil salíamos,
desde muy temprano, a contemplar el esplendor parisino. Gastamos las suelas de
los zapatos en las caminatas por las avenidas, las callejuelas empedradas y los
extensos parques de la ciudad. Sacrificamos las compras por los sitios de importancia.
Los paseos por el Sena, las visitas a los museos, la Torre Eiffel, el Palacio
de Versalles, entre otros, terminaban con una cena sencilla en la intimidad del
pequeño apartamento.
París
era más de lo que yo hubiera podido imaginar; todo ella derrochaba romanticismo.
La arquitectura de los antiguos edificios, las maravillosas fuentes y el clima ajeno
al del mi país tropical se mezclaban con la lujuria de sensaciones que se me agolpaban
en la mente y en el alma. Una tarde, en las vísperas del regreso a casa,
paseamos por el Puente de las Artes. Una pareja se miraba apasionadamente. Imaginé
que eran Oliveira y la Maga, aquellos personajes de Rayuela que andaban sin
buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Miré a Antonio, que
compraba recuerdos con el dinero que nos quedaba. Lo amé, como nunca, y me
pregunté si aquellas sensaciones, en la ciudad de la luz y del amor, hubieran
sido las mismas sin su compañía. Me despedí del Sena. Abracé a mi esposo y le
dije, en un arranque de sentimentalismo: Siempre
nos quedará París. Sonrió. Él también había visto Casablanca, la icónica película
filmada en la década de los cuarenta. Era la respuesta de Rick a Ilsa cuando,
al momento de la despedida, ella le preguntó: ¿Nuestro amor no importa?
Ya
en casa, los primeros tiempos fueron difíciles. El alquiler, las facturas y los
bajos ingresos. Con todo, fueron los tiempos más hermosos de nuestra vida en
común. Citando a Hemingway: éramos “muy pobres, pero muy felices”. Con el
transcurrir de los años, la situación económica nos permitió una vida
confortable y, con ello, cumplir el deseo de Antonio, que también era el mío:
conocer el resto de Europa. Luego, por sus compromisos laborales, debimos vivir
en diferentes países. Con el transcurso de los años, la relación matrimonial
fue tomando otras tonalidades. La fogosidad y el romanticismo dieron paso a la
comprensión y al sosiego. Sin darnos cuentas, nos fuimos alejando.
Cuando
la soledad tomó mayores dimensiones, lamenté haber abandonado mi pasión por la
escultura, a cambio de las responsabilidades hogareñas. Mis obras quedaron
abandonadas en el taller de nuestro primer hogar, a donde volvimos después de
la jubilación que acabó con nuestra vida nómada En esta nueva fase, nos
reencontramos con la pasión desgastada, pero, con la necesidad de una compañía fraterna
y solidaria. La juventud hacía tiempo que se había alejado, despertando las
naturales preocupaciones por el futuro:
—Si
yo muero antes que tú, quiero… —comenzaba él.
—¡Ni
lo digas! Primero me voy yo…
—Escucha,
cariño, que la parca no nos tome desprevenidos.
El
fallecimiento de Antonio fue una amarga sorpresa. Cercenó nuestros proyectos y
a mí me dejó devastada. Por mucho que entendamos que la muerte nos acecha
desde el primer aliento, y que la probabilidad aumenta con el paso de los años,
nos engañamos esperando que sea después, sobre todo, para los seres que amamos.
Una mañana, mientras se tomaba su café en el jardín, vino por él. Me sentí
infinitamente sola y sin saber qué hacer o a dónde ir. Como un autómata, por
fuerza de la costumbre, me sentaba a desayunar y a ingerir las píldoras, mientras
mi mirada se centraba en el viejo bodegón. ¿Naturaleza
muerta? ¡Naturaleza muerta, yo! Quise terminar con mi existencia sin sentido, con una sobredosis de medicamentos. Escuché la voz de Antonio, una noche cualquiera,
antes de su partida:
—Cuando
muera te quiero viva, no llorando por los rincones. La vida continuará y el
mundo no se acabará, decía una antigua canción. Debes seguir tu camino sin mí. No
lo olvides: aunque ya no esté, ¡siempre
te quedará Paris!
En
este momento estoy frente al Muro de los te amo, repleto de manifestaciones de
amor en todos los idiomas. Una agradable brisa de lluvia me está lavando el alma. Las
emociones no son las mismas; en contraposición, siento que Antonio sigue conmigo. Él tenía razón. De eso se trata todo, continuar el camino, a pesar de las vicisitudes que nos
presente la vida. Pronto regresaré a casa. Me esperan los cinceles, la arcilla
y aquello que me permita moldear los nuevos días que me esperan.
Olga
Cortez Barbera
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